La cuestión indígena en México y América Latina

Alexis Jovan, Agrupación de Lucha Socialista (Sección mexicana de la CCRI), 26 enero, 2018, https://agrupaciondeluchasocialistablog.wordpress.com

 

 

 

Índice

 

Introducción

 

1.                   Síntesis histórica de América hasta la conquista europea

 

2.                   De la colonización a las gestas independentistas americanas

 

3.                   La situación de los pueblos indios tras la independencia de América

 

4.                   Las revoluciones populares y los modernos Estados nacionales latinoamericanos

 

5.                   Luchas populares y movilización indígena en el período actual

 

6.                   Resumen: el papel de los pueblos indígenas en la historia de América Latina

 

 

 

Introducción

 

 

 

En las últimas décadas, la cuestión indígena ha cobrado gran relevancia a raíz de las grandes movilizaciones sociales y políticas que han encabezado los pueblos originarios del continente ya sea resistiendo al despojo de sus territorios y recursos, enalteciendo sus costumbres y tradiciones culturales, defendiendo sus formas de organización social y política o como parte de procesos más amplios de lucha emancipatoria contra las consecuencias más perversas del modelo de Globalización neoliberal que han venido implementando los Estados nacionales –bajo los dictados de los organismos y corporaciones trasnacionales- en los distintos países de Latinoamérica.

 

Sin embargo, este reflorecimiento no nos debe hacer olvidar que los pueblos indígenas han venido encarando, bajo las más variadas formas, la dominación que diversas élites y clases hegemónicas han ejercido sobre la región latinoamericana en esta larga noche de más de 500 años. El motivo de este trabajo es poder reconstruir la evolución histórica de los pueblos indígenas[1] en cuanto a su situación social, los mecanismos de opresión y explotación a que han sido sometidos y las formas de organización y movilización con que han resistido, con el fin de sacar lecciones derivadas de la experiencia de lucha de los pueblos indígenas y extraer algunos ejes estratégico-programáticos para afrontar las tareas de la Revolución Latinoamericana en la época actual.

 

 

 

1. Síntesis histórica de América hasta la conquista europea

 

 

 

Culturas prehispánicas: sociedades en transición del tribalismo a imperios despóticos

 

Sabido es que antes de la llegada de los europeos al continente americano existían diversas culturas nativas, con distintos niveles de desarrollo y variadas formas de organización social, política y económica. Tras ser poblada por el ser humano, en América existieron grupos nómadas de cazadores-recolectores que vivían en cuevas y se apropiaban directamente de los frutos de la naturaleza fabricando herramientas rudimentarias. Posteriormente, se comenzó la domesticación no solo de animales sino también de plantas, con la selección y cultivo de semillas que dio lugar al descubrimiento de la agricultura. Con base en ello, los grupos humanos dejan la vida nómada, las familias se agrupan en tribus (comunidades agrarias de auto subsistencia que trabajan en común la tierra) y se conforman los primeros asentamientos cercanos a las zonas agrícolas.

 

Lo anterior permitió que los grupos ahora sedentarios establecieran aldeas que se constituyeron en centros regionales; sin embargo, conforme se fueron desarrollando, estas sociedades pasan del aislamiento y el igualitarismo de las tribus al entrelazamiento por vía del intercambio comercial o invasión militar, sentando las bases para el surgimiento de imponentes civilizaciones agrícolas basadas en la posesión y explotación colectivas de la tierra (con una incipiente división del trabajo y especialización artesanal así como un intercambio mercantil simple), estructuras políticas teocráticas (señoríos a cuya cabeza se colocaba una capa sacerdotal-militar) y manifestaciones culturales que combinaban saberes ancestrales (astrológicos, medicinales, matemáticos), adelantos técnicos (artesanales, arquitectónicos, metalúrgicos) y destrezas artísticas (cerámica, escultura, orfebrería, pintura, escritura) con el culto a infinidad de dioses (politeísmo) que representaban a las fuerzas de la naturaleza y a la tierra (pacha mama).

 

Conforme se suceden períodos de apogeo y decadencia de diversas culturas, algunas desaparecen por diversas causas (sequías, hambrunas, enfermedades, cambios climáticos, etc.) y otras emergen, desplazándose geográficamente los polos regionales de poder y comercio, conformándose vastos centros urbanos donde se establecen mercados y se edifican sedes ceremoniales, estructuras habitacionales, construcciones de riego e infraestructura civil, sostenidos por comunidades agrícolas (calpullis en Mesoamérica y ayllus en la región andina) basadas en el trabajo y  la posesión común de la tierra (incluyendo aguas, pastos y bosques), dividida en lotes familiares intransferibles que usufructúan individualmente las cosechas. Al crecer, estas civilizaciones se estratifican internamente, originándose ciudades que transitan hacia la formación de Estados gobernados por élites basadas en el linaje que monopolizan paulatinamente el gobierno, las armas y las tierras; se desarrollan sistemas burocráticos que cobran tributos y gestionan grandes obras públicas (mecanismos con los cuales se extrae trabajo excedente a las capas inferiores), y surgen grandes Ejércitos dedicados ya no solo a proteger los confines del territorio propio sino a expandirlo, generando alianzas o sometiendo a otros pueblos.

 

Es así como, justo en el período anterior al arribo de los europeos, en América sobreviene una época de rivalidades inter-étnicas, de invasiones y conflictos bélicos que da como resultado la constitución de imperios que ocupaban enormes extensiones geográficas, cuyos mayores ejemplos son los mexicas en Mesoamérica, los mayas en Centroamérica y los incas en los Andes. Sin embargo, un fenómeno característico es que, a pesar de que los imperios del último período prehispánico mantenían sojuzgados a otras culturas, obligándoles a comerciar bajo tratos desiguales y a pagar tributo tanto en especie como en servicios, no mantenían a esos pueblos bajo ocupación militar ni les imponían su idioma, cultura ni su estructura político-económica; simplemente los convertían en vasallos tributarios del reino, pero conservaban gran libertad así como sus instituciones y tradiciones.

 

Otro hecho característico es que existía una gran heterogeneidad entre las culturas, pues mientras por un lado estaban los grandes imperios con un mayor desarrollo, que rivalizaban y se aliaban entre sí, repartiéndose dominios de tributación y avasallamiento militar; por otro lado, estaban los pueblos sometidos a la hegemonía de dichos imperios, interrelacionados a nivel comercial, político y cultural de diversas maneras y, finalmente, se encontraban las tribus nómadas o aposentadas en zonas agrestes y remotas que, por su bajo desarrollo económico, no podían ser sometidos a tributación y, por su lejanía respecto a los imperios, se hallaban fuera de su dominio e influencia.

 

Ello influyó grandemente sobre la manera en que se desarrolló la conquista por los europeos pues, la complejidad del contexto amerindio les permitió explotar las contradicciones entre las diversas culturas, encontrando poca resistencia e, inclusive, aliados entre los pueblos sojuzgados, sin los cuales quizá su aventura militar hubiera fracasado o se hubiera topado con una relación de fuerzas distinta que hubiera determinado su dominación bajo condiciones diferentes para las culturas conquistadas. Por otro lado, la heterogeneidad social y vastedad geográfica del continente americano impuso ciertos límites a las pretensiones de los colonizadores europeos por invadir y expoliar a los pueblos nativos de América.

 

La incompleta conquista de los pueblos indoamericanos

 

Transcurrió un cuarto de siglo desde el año en que los exploradores europeos descubrieron la existencia del “Nuevo mundo” y ocuparon las islas del Caribe hasta la organización de las primeras expediciones para explorar el interior del continente; durante ese tiempo fundaron villas, desarrollaron un incipiente comercio de navegación con las metrópolis europeas y se prepararon para entablar las primeras batallas, convirtiendo en vasallos y aliados a los pequeños pueblos que iban conquistando pues sabían que para lograr someter a los grandes imperios requerirían de más fuerza que con la que contaban los grupos expedicionarios que no rebasaban algunos cientos de mercenarios aventureros.

 

Es un mito alardeado por los conquistadores la interpretación que explica la victoria de los europeos como consecuencia inevitable de una supuesta superioridad cultural, económica, tecnológica y militar; por el contrario, el desenlace del choque con las culturas amerindias fue resultado de una combinación de factores en la que jugaron un papel determinante las disputas interétnicas y los conflictos al interior de los imperios generando una situación de decadencia y crisis política que, aunado a las supersticiones y al colaboracionismo de la nobleza autóctona, provocaron el derrumbe y sometimiento de nuestras civilizaciones.

 

No debe creerse que la Conquista fue algo fácil para los europeos; por el contrario, si las principales ciudades de los imperios azteca (Teotihuacán) e inca (Cuzco) cayeron en unos cuantos años, los pueblos que habitaban las comunidades aledañas emprendieron una gran resistencia a pesar e, incluso, en contra de su élite autóctona, levantándose masivamente e infringiendo grandes derrotas al enemigo invasor a través de sangrientas batallas, ataques sorpresa y sitios militares. Sin embargo, era una lucha que estaba destinada a sucumbir no solo por la diferencia de armamento y tácticas de guerra (a las que no estaban acostumbrados los indígenas en sus confrontaciones bélicas) sino, sobre todo, por la crisis de dirección político-ideológica y militar generada por el colaboracionismo de sus líderes y al aislamiento en el que se encontraban los imperios debido al descontento que había generado su dominación basada en el despotismo tributario que ejercían sobre otros pueblos.

 

Si la caída de los imperios centrales se vio facilitada por la alianza que los europeos establecieron con los pueblos que se hallaban dominados con anterioridad a la Conquista, en contraparte, la consolidación de la conquista y posterior colonización del resto del territorio tardó décadas e, incluso, hubo zonas que nunca lograron ser controladas ya sea por la dificultad de ingresar a los parajes escondidos entre las espesas selvas o en los extremos norte y sur del continente, o, debido a que las tribus nómadas situadas en Aridoamérica y otras culturas que permanecieron independientes, impulsaron una fiera resistencia que tardó siglos en ser apagada, pues era una lucha que no ofrecía blanco fijo sino que se replegaba o desplazaba ante la envestida militar de los conquistadores, permanecía latente bajo formas pasivas como la huelga o el suicidio colectivo, asumía un carácter errático con el bandidaje y las guerrillas que hostigaban continuamente los asentamientos coloniales, y resurgía periódicamente en diversas manifestaciones desde el motín hasta la rebelión abierta, obligando a los colonizadores a negociar con esos pueblos o a desistir por los elevados costes que implicaban las campañas de pacificación.

 

 

 

2. De la colonización a las gestas independentistas americanas

 

 

 

Explotación colonial, opresión racial y conversión espiritual de la población indígena

 

Al llegar a América, los europeos impusieron una nueva dinámica pues, si bien conservaron y refuncionalizaron en beneficio de la explotación colonial algunas formas de organización económica y política de las sociedades indígenas, por otro lado, introdujeron elementos ideológicos e institucionales que trajeron consigo de Europa. Ello puso en marcha un proceso contradictorio tanto por el hecho de que las sociedades europeas se hallaban en un período transicional entre la disolución del feudalismo y el surgimiento del capitalismo mercantil, como por el sincretismo sociocultural que derivó al mezclarse ambas civilizaciones pero, sobre todo, por la heterogeneidad de condiciones climatológicas, demográficas y socioeconómicas existentes, que impusieron formas diversificadas y combinadas de explotación colonial.

 

Mientras en regiones densamente pobladas, climáticamente propicias para la producción agrícola y donde preexistían grandes imperios indígenas (Mesoamérica, Centroamérica y región andina) se estructuró un sistema económico cimentado en la explotación del trabajo indígena, vía la tributación (en especie, dinero o trabajo) o la prestación de servicios forzosos (mitas mineras, obrajes manufactureros, etc.); por otro lado, en regiones que presentaban condiciones diferentes, se exterminó a la mayoría de la población indígena y se conformaron sistemas productivos basados en el tráfico colonial de esclavos traídos de África (como en El Caribe, Brasil y las costas de Venezuela, Perú, etc.) así como en el establecimiento de colonias autónomas de pequeños productores (como en los territorios norteamericanos donde los anglosajones hacinaron en reservaciones a las etnias sobrevivientes).

 

La colonización de América representó un suceso de alcance mundial, pues catapultó la conformación del sistema capitalista que surgía en Europa para, de ahí, propagarse paulatinamente hacia las zonas colonizadas por las metrópolis europeas y, posteriormente, al resto del planeta. Igualmente, implicó la integración -tardía y subordinada- del continente en el mercado mundial bajo los términos impuestos por la división internacional del trabajo entre las colonias, las metrópolis y el resto del mundo. Sin embargo, ello no implica que por aquella época se hubiesen desarrollado relaciones económicas capitalistas como el modo de producción prevaleciente en la América colonizada, sino al contrario, los enclaves económicos de base capitalista (en la minería y los obrajes) constituían islotes en el mar de producción agrícola donde predominaban formas pre-capitalistas que mesclaban rasgos prehispánicos, semi-feudales y semi-esclavistas; empero, todas ellas se hallaban articuladas subordinadamente como un todo bajo la dinámica de expoliación colonial del Capitalismo mercantil que fue impuesta desde Europa.

 

Todo ello configuró un escenario económico-social bastante complejo en el que se yuxtapusieron, articularon y sucedieron gran variedad de instituciones como la encomienda, los repartimientos, las plantaciones, entre otras, con especificidades en cada región; no obstante, se pueden observar formas generales en la región. La explotación colonial de América bajo el dominio del capital comercial europeo se hizo a través de tres mecanismos principales de apropiación del excedente producido: a) por vía fiscal, mediante un sistema impositivo basado en el tributo de los pueblos indios como vasallos de la Corona; b) por vía del monopolio que ejercían los productores y comerciantes europeos con respecto a los habitantes americanos; c) por vía del aparato eclesiástico, mediante la recaudación de gabelas y la explotación de reducciones indígenas por las diversas órdenes religiosas que se instalaron en el continente.

 

Particularmente, las instancias a través de las cuales se llevó a cabo la explotación económica de los indígenas fueron los repartimientos o encomiendas y las mitas. Los repartimientos fueron zonas en las cuales se concentró a la población indígena con el fin de controlarla y explotarla más eficaz y eficientemente por los primeros colonizadores europeos –civiles y eclesiales- que arribaron a la región, a los cuales la Corona les encomendaba dichos pueblos para tres tareas principales: cobrar los impuestos del tributo real, velar por el orden y respeto de las leyes dentro de su demarcación y catequizar a los indígenas. Las mitas eran instituciones prehispánicas que fueron retomadas por los europeos para la explotación colonial; de faenas de labor comunitaria fueron convertidas en diversas formas de trabajo forzado que debían realizar las familias indígenas en las minas, los obrajes y demás actividades productivas situadas en las haciendas de los colonizadores.

 

Como una manera de frenar el poder de los encomenderos y hacerse de legitimidad por sobre las autoridades locales así como de conservar a las comunidades indias -que servían como fuentes de mano de obra y de insumos baratos para la producción manufacturera de las haciendas españolas- desde la metrópoli se dispusieron diversas leyes de protección hacia los pueblos indígenas (como las Ordenanzas de Indias), con lo cual las comunidades conservaron representación jurídica y gozaron de ciertos “privilegios” (como el no ser despojadas de sus tierras, no sufrir abusos ni vejaciones, vivir apartados de los colonizadores, no pagar tributaciones excesivas, etc.) a cambio de permanecer sujetas a una condición tutelar respecto a la Corona. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de ciertos clérigos humanistas que tomaron como bandera la protección y el desarrollo de los pueblos indígenas, los encomenderos, corregidores y demás sectores del clero y de la burocracia virreinal evadían dichas disposiciones y sometían a la población autóctona a diversas formas de explotación y segregación.

 

En cuanto a las formas de opresión que ejercieron los colonizadores sobre los pueblos indígenas, una de sus más nítidas expresiones fue la llamada “conquista espiritual” que significó la masiva conversión religiosa de los pueblos nativos mediante las más crueles formas de violencia física que dictaminaron obispos y efectuaron los verdugos de la Santa Inquisición –la cual cobró en América niveles más sádicos y estrictos que en Europa-; así como a través de la destrucción de edificaciones, estatuas y centros ceremoniales, encima de las cuales obligaron a los mismos indígenas a construir nuevos templos religiosos. Ello se vio acompañado por el asesinato de los miembros de la antigua capa sacerdotal así como por la quema de inscripciones y demás objetos que resguardaban el conocimiento ancestral, la tradición oral y la historia escrita de las culturas precolombinas.

 

Finalmente, durante la Colonia se ejercía una terrible discriminación racial que se combinaba con diversas formas de exclusión social y opresión política sobre los pueblos indígenas. Además de la segregación geográfica y social a que eran sometidas, sobre las comunidades pesaban distintas formas de discriminación y exclusión; además de los colonizadores, únicamente a los miembros de la antigua nobleza autóctona les era permitido poseer tierras –y hasta usar mano de obra indígena- y solamente a sus hijos les era permitido ingresar a las instituciones educativas superiores, mientras la mayoría de la población carecía de toda posesión y enseñanza o tuvo acceso solo a la instrucción básica que daban las órdenes religiosas.

 

Por otro lado, los indígenas estaban completamente excluidos de ocupar cualquier cargo dentro de la burocracia virreinal y, si bien las leyes permitían que los pueblos preservaran sus formas de gobierno y eligieran sus propias autoridades locales, en los hechos, los encomenderos, regidores y otras figuras del entramado político-institucional colonial eliminaron o integraron a la antigua nobleza autóctona y desplazaron paulatinamente a las estructuras de gobierno y autoridad de los pueblos indígenas, sustituyéndolas por cacicazgos políticos que ejercían un férreo control sobre las comunidades a través de la violencia. De ahí que la construcción de gobiernos autónomos fuese un eje central en la lucha de los pueblos indios.

 

Todo lo anterior, provocó que la población indígena quedara dramáticamente diezmada pues, de los 50 millones de indígenas que se calcula habitaban América antes de la llegada de los conquistadores, en los tres siglos que duró la Colonia se vio reducida a menos de la décima parte –no logrando recuperar su magnitud hasta siglos después-, tanto por las sangrientas batallas militares como por las enfermedades pandémicas transmitidas por los europeos y, sobre todo, por las indignas vejaciones, fatigosas jornadas de trabajo y miserables condiciones de vida a que fueron reducidos los pueblos indios.

 

De la resistencia anticolonial a la insurgencia independentista

 

Esta situación de sojuzgamiento, explotación y desigualdad que en varias ocasiones adoptó la forma de un claro exterminio físico y cultural de los pueblos indígenas, provocó una tenaz resistencia que se prolongó por siglos a lo largo del continente e, inclusive, varias rebeliones indias prefiguraron antecedentes de las luchas independentistas que pondrían fin a la Colonia, mas no así al coloniaje de las potencias europeas el cual adoptó nuevos mecanismos para continuar expoliando a los pueblos y recursos naturales del territorio americano.

 

Tras controlar paulatinamente la resistencia indígena contra la invasión militar de los conquistadores europeos, a lo largo del siglo XVI se logró apaciguar una gran parte del territorio, recurriendo a concesiones y tratados de paz con varios pueblos en rebelión, cuando no se lograba hacerlo por la vía militar. Asimismo, la Corona estableció una relación paternalista con las comunidades indígenas en su lucha por apropiarse de una mayor parte del tributo y como una manera de librarse de la sangría a las arcas reales que ocasionaba la codicia de los encomenderos, con lo que se fomentó un cierto respeto a las comunidades indígenas, propiciando que durante ese período las comunidades se apegaran a las normas legales como una manera de salvaguardar sus derechos y apelaran a la autoridad de la Corona para reivindicar la protección ofrecida por los “déspotas ilustrados” que reinaban en las Metrópolis.

 

Por otro lado, el crecimiento de la población inmigrante hacia América, tanto de europeos como de esclavos africanos, generó nuevas contradicciones que provocaron cambios significativos en la estructura socio-económica del continente, produciendo el surgimiento de nuevos tipos de conflicto. De una parte, el aumento de la población negra así como los tratos degradantes a que era sometida propiciaron gran cantidad de alzamientos de esclavos que huían de sus dueños, se escondían en las sierras y formaban grupos de bandidos que merodeaban los caminos o establecían aldeas libres que defendían con las armas en la mano; asimismo, negros y mulatos protagonizaron diversas protestas en contra de las leyes restrictivas que se aplicaban en su contra, constituyendo el germen de un movimiento continental contra la esclavitud, cuya mayor expresión fue la insubordinación de esclavos dirigida por José Leonardo Chirinos en Venezuela, siguiendo el ejemplo de la revuelta antiesclavista y anticolonialista desatada en Haití en la última década del   siglo XVIII.

 

De otra parte, la lucha indígena desplazaba su centro de gravedad de la resistencia armada contra la conquista a las variadas formas de insumisión contra la opresión que se ejercía sobre sus pueblos. Desde finales del siglo XVI hasta inicios del siglo XVIII se sucedieron multiplicidad de desórdenes y alzamientos contra los malos tratos, las injusticias, las humillaciones, los despojos y la violencia ejercida no solo por la burocracia colonial sino, también, por la población criolla, mestiza y sectores de la nobleza autóctona integrados a la estructura colonial, pues los indígenas constituían la capa más baja dentro del sistema de castas existente en la sociedad colonial, solo por encima de los esclavos negros y mulatos quienes -no obstante su indefensión jurídica- como esclavos tenían asegurada una subsistencia material mínima, al contrario de amplios sectores indígenas que debido al despojo y marginación, rondaban en la miseria y el vagabundaje.

 

Toda esta serie de conflictos protagonizados por los pueblos indígenas, a pesar de las expresiones de gran violencia que llegaron a presentarse, nunca pusieron en tela de juicio los principios básicos sobre los que descansaba el orden colonial: el respeto al Rey y a la fe católica; además, mantuvieron un carácter localista con demandas reivindicativas inmediatas y, en ocasiones, fue utilizado el descontento indígena para apuntalar intereses particulares en las pugnas existentes entre diversas facciones o figuras dentro de la burocracia virreinal, del clero o de sectores criollos y mestizos disidentes del control que ejercía la metrópoli sobre los negocios y la vida pública en América. Ejemplos ilustrativos a este respecto fueron la rebelión en la capital de Nueva España que provocó la caída del virrey Diego Carrillo de Mendoza en 1623, la cual estuvo dirigida por el arzobispo Juan Díaz de la Serna; las revueltas emprendidas por diferentes grupos étnicos del obispado de Oaxaca contra los excesivos tributos y demás exacciones impuestas por los alcaldes, entre 1660 y 1680; los tumultos indígenas de 1692 en el centro de Nueva España contra el acaparamiento comercial, la carestía de productos y el empeoramiento de las condiciones de vida de las comunidades, entre otros.

 

Ello cambió desde mediados del siglo XVIII conforme se fue recomponiendo la población indígena y se fueron dando cuenta que las leyes que los “protegían” no impedían los maltratos y el despojo por parte de las autoridades y capas privilegiadas de la sociedad. Los indígenas comienzan a adquirir una mayor conciencia de su situación, forjando una identidad étnica de oposición a la opresión colonial, reforzando su capacidad organizativa y consolidando sus propios liderazgos. Fue así como se desataron rebeliones indígenas que defendieron los derechos de sus pueblos y, al extenderse y profundizarse las revueltas, obligaron a diversos caciques indígenas a colocarse a la cabeza de abiertas rebeliones que pusieron en tela de juicio los puntos medulares de la dominación colonial. Entre los casos más representativos estuvieron las revueltas mayas iniciadas en 1761 dirigidas por la familia Canek en Yucatán; las sublevaciones aymaras y quichwas lideradas por las familias Tupac Katari y Túpac Amaru a lo largo y ancho de la región andina, iniciadas entre 1781 y 1782.

 

A pesar de que cada uno de estos procesos tuvo características singulares, es posible encontrar fuertes conexiones que los vinculan indirectamente entre sí y con el contexto histórico de la época. Un punto de comparación es que estas movilizaciones se emprendieron bajo liderazgos y banderas propias de los pueblos indígenas, además de que lograron elaborar un marco ideológico con rasgos comunes como la reivindicación de sus derechos ancestrales; la autodeterminación y conformación de gobiernos con autoridades autónomas; el rescate de su religión y costumbres antiguas; la expulsión de los europeos invasores y el desconocimiento de las autoridades coloniales usurpadoras; la coronación como soberanos de descendientes del linaje señorial de los antiguos emperadores precolombinos. Igualmente, se caracterizaron por estrategias muy parecidas que fueron desde la defensa legal contra las excesivas cargas tributarias, el despojo de tierras, los maltratos y vejaciones hasta el levantamiento en masa de los pueblos indios con la conformación de grandes ejércitos que llegaron a sitiar ciudades coloniales y a destruir haciendas, minas y villas.

 

Otro rasgo común es que estas grandes gestas fueron solo la culminación de todo un proceso de convulsiones y conflictos que se venían desarrollando a lo largo del siglo XVIII y que explotaron al sobrevenir un estancamiento económico general el cual provocó una crisis hegemónica del orden colonial que obligó a las metrópolis a impulsar reformas económico-administrativas que causaron un gran descontento entre las diversas capas poblacionales del continente. Así, se entiende que las rebeliones dirigidas por caudillos indígenas lograran la articulación entre pueblos de diversas etnias así como de otras castas oprimidas y que concitaran la simpatía (por lo menos en sus momentos iniciales) de sectores mestizos y criollos disidentes a la dominación de las metrópolis, quienes buscaron aprovechar el descontento indígena para capitalizarlo a sus propios fines; empero, se toparon con movimientos de gran envergadura en el curso de los cuales los pueblos indígenas lograron constituirse como sujetos políticos independientes con un horizonte utópico de emancipación construido desde sus demandas históricas y cosmovisiones propias.

 

Estos procesos de lucha presentaron diversos grados de radicalidad según la composición social y posición de cada sector que intervino. Los criollos y mestizos que pretendieron aprovechar oportunistamente dichas movilizaciones, se escindieron al darse cuenta que traspasaban la lucha general contra las Metrópolis y apuntaban contra todas las formas de explotación y opresión del sistema colonial, incluidos sus privilegios; por su parte, los caudillos dirigentes de los alzamientos indígenas usualmente buscaron contemporizar con los criollos para no quedar aislados frente a las huestes armadas del imperio así como pactar concesiones con la realeza, pero se vieron obligados a continuar y profundizar el movimiento (llegando a asesinar autoridades coloniales, quemar edificios públicos y templos religiosos e, incluso, constituir organismos de poder autónomo en las “zonas liberadas” –donde abolían la esclavitud y las exacciones, repartían tierras y elegían autoridades propias-) por la presión que desde la base ejercieron los indígenas desposeídos (forasteros o vagabundos) así como los mestizos pobres y las castas esclavas de negros y mulatos que también se unieron a las rebeliones, constituyendo el elemento más dinámico y decidido de las movilizaciones, prosiguiendo la lucha aún después de que habían sido derrotados, encarcelados y descuartizados los caudillos que habían dirigido inicialmente el movimiento.

 

Finalmente, cabe mencionar el papel destacado que jugaron las mujeres dentro de las revueltas tanto en los cuerpos armados, la ocupación de tierras y gestión de zonas liberadas como en la dirección político-militar de las movilizaciones, con líderes tan conocidas como Micaela Bastidas y Gregoria Apasa (esposa y hermana de Túpac Amaru), Bartolina Sisa (esposa de Túpac Katari) y Manuela Beltrán (iniciadora de la rebelión de los comuneros de Nuevo Socorro, en 1781). Ellas no fueron simples acompañantes de sus maridos, sino que asumieron puestos de mando militar y gubernamental, además de que llegaron a defender posturas más intransigentes que las de sus parejas u otros líderes varones; esto, como expresión de la gran radicalidad con que participaron las mujeres dentro de estos procesos, ya que ellas habían sido el sector más vejado por la cultura patriarcal impuesta por la colonización europea, siendo víctimas de la explotación sexual (como botín de guerra para los soldados en los repartimientos de mujeres) así como de los castigos y asesinatos más inhumanos al ser acusadas de “hechicería” por la Inquisición.

 

Si en un primer momento, los procesos de movilización de las etnias y castas oprimidas tuvieron un carácter local, espontáneo y descoordinado que obstaculizó una mayor amplitud de su movimiento así como su amalgamiento con otras luchas (sobre todo porque eran utilizados contingentes reclutados de entre distintas castas para apaciguar rebeliones de otros grupos oprimidos); posteriormente, conforme fueron adquiriendo experiencia, dejaron de sujetarse política e ideológicamente a dirigentes de capas sociales ajenas y pasaron a reconocer sus propios intereses para llevar a cabo una lucha independiente y a tomar conciencia de su situación que los entrelazaba con los demás sectores explotados de la sociedad, lo que los llevó a desempeñar un papel de primer orden en los levantamientos que con frecuencia ocurrieron en diversas regiones del continente, conspirando en conjunto con otros grupos sociales que expresaban un creciente descontento contra el sistema colonial, lo cual se vio expresado posteriormente en su participación masiva dentro de los procesos de independencia.

 

Así, en las gestas independentistas confluyó una gran diversidad de sectores, cada uno con sus propios intereses. Desde los grupos mineros y agrícolas de la aristocracia criolla que disputaban un lugar en los puestos públicos así como una mejor posición comercial frente al monopolio real –no así los altos mandos burocráticos, eclesiales y militares, que se opusieron a toda subversión del orden colonial-; también, los curas del bajo clero secular que llevaban años cuestionando las prácticas y actitudes del alto clero, asumiendo convicciones cada vez más abiertamente anti-monárquicas al absorber las ideas ilustradas y revolucionarias provenientes de Europa; igualmente, estaba la intelectualidad y las capas empobrecidas de la población mestiza, con aspiraciones de ascenso social y político, que se veían truncas por la rigidez de las instituciones coloniales. Sin embargo, si bien es sabido que la población indígena –junto con las castas oprimidas- conformó mayoritariamente la gran base social que alimentó las filas de los Ejércitos que se disputaron el continente durante las guerras de independencia en América, constituyendo el motor propulsor dentro de las gestas anti-coloniales, también es cierto que estos sectores no jugaron de un solo lado sino que en muchos casos se dividieron entre los bandos realistas e independentistas. Pero, ¿cómo es que estos sectores explotados y oprimidos tanto por europeos como por la aristocracia criolla decidieron sumarse en estos procesos?

 

Primeramente, es necesario ver que este acercamiento de las etnias y castas sojuzgadas con los sectores mestizos y criollos ya había tenido lugar en anteriores procesos de movilización liderados por indígenas que, al ser derrotados y descabezados, generaron un vacío de liderazgo político-ideológico que permitió el posicionamiento de caudillos provenientes de otros sectores; de igual forma, el continuo despojo y desplazamiento al que habían sido sometidas las comunidades promovió la existencia de una gran cantidad de población indígena errante que encontró en su enrolamiento a los ejércitos de las distintas facciones la manera de hacerse de un sostén económico. Finalmente, es necesario advertir que los indígenas y las castas no lucharon bajo los ideales abstractos de justicia, igualdad y progreso que animaron a la intelectualidad criolla y mestiza pro-independentista sino que, aquellos sectores impulsaron sus propias reivindicaciones, por lo que buscaron aliarse con el bando que les diera ciertas concesiones, les garantizara cierta seguridad ante la violencia desatada o les prometiera el cumplimiento de sus demandas históricas. Fue como se sumaron contingentes de esclavos a los que se les prometió obtener su libertad, indígenas que buscaron recobrar sus territorios arrebatados, y mestizos o pardos con aspiraciones de ascenso social por la vía de hacer una carrera política-militar.

 

En un extremo, fue posible que surgieran liderazgos entre los sectores medios de mestizos y del bajo clero, que decretaron leyes de supresión de los tributos indios, disolución del latifundio y distribución de tierras entre los pueblos así como la abolición de la esclavitud y del sistema de castas, con lo cual se ganaron una gran simpatía entre los indígenas y las castas oprimidas, impulsando una vertiente revolucionaria dentro del proceso de independencia. En el extremo contrario, los sectores de la aristocracia criolla terrateniente y comercial solo de manera coyuntural (como una forma de impulsar sus propios intereses político-económicos) se posicionaron por la independencia americana, azuzando para ello el levantamiento de los sectores indígenas, esclavos y mestizos sin los cuales era imposible derrotar a los ejércitos coloniales pero, tan pronto como las rebeliones populares sobrepasaban su forma política independentista hasta alcanzar un claro contenido de transformación social y económica, se deslindaron de los procesos insurgentes y corrieron a los brazos de la reacción realista, con tal de sofocar los procesos revolucionarios en marcha.

 

Entonces, la actitud oportunista de los criollos provocó en muchos casos el alineamiento de indígenas, esclavos y mestizos al bando realista, al ver que los supuestos “libertadores” no tomaban en consideración sus demandas concretas o que, una vez en el poder, los despojaban y oprimían peor que los antiguos grupos dominantes. Este fenómeno ocurrió sobre todo dentro de la complejidad geopolítica reinante en Suramérica, debida a la porosidad de los lindes geográficos así como a los permanentes conflictos entre las naciones en formación, donde los indígenas apoyaron muchas veces al bando conservador y adoptaron una actitud profundamente regionalista en defensa de sus territorios, oponiéndose a las gestas de diversos caudillos liberales y republicanos que llegaron a invadir sus suelos en nombre del ideal de la conformación de una gran patria americana independiente.

 

Si por la aristocracia criolla hubiese sido, hubiera preferido efectuar una sucesión pacífica del poder político sin llevar a cabo ningún cambio social, manteniendo a los indígenas y demás capas oprimidas en la misma situación de explotación y miseria; no obstante, se vieron obligados (por lo menos en la primera etapa) a realizar ciertas concesiones formales para ganarse la adhesión de dichos sectores al movimiento independentista y, posteriormente, garantizar una relativa estabilidad de los países recién independizados. Sin embargo, tras la victoria sobre los colonizadores externos y la consolidación de las Repúblicas independientes, todas esas promesas y decretos formulados nunca se cumplieron y a pesar de abolirse las viejas formas de opresión y explotación, fueron sustituidas por nuevos mecanismos más sutiles pero también más efectivos. Al final, el saldo general fue la conformación de Repúblicas formalmente independientes dirigidas por la aristocracia criolla, la cual se subordinaría bajo la dependencia económica de nuevas potencias por lo que, en vez de mejorar las condiciones de vida de las masas indígenas que habían protagonizado los procesos insurgentes, las empeoraron al convertirse en una nueva oligarquía que impulsaría un segundo proceso de colonización y de despojo a los pueblos indios, desde el interior.

 

 

 

3. La situación de los pueblos indios tras la independencia de América

 

 

 

Entre la emancipación formal y la desprotección real de los pueblos indígenas

 

Tras la independencia, los sectores que salieron ganando no fueron las masas populares sino la aristocracia criolla triunfante y los sectores medios mestizos que lograron ascender en la escala social y política, conformándose una nueva oligarquía comercial y latifundista subordinada a los capitales extranjeros (principalmente ingleses y franceses) opuesta a toda transformación social que pusiera en tela de juicio sus privilegios y que no solo no acabó con los restos de servidumbre y trabajo forzado de la época colonial sino que los reforzó y articuló a las formas de explotación modernas. Así se configuraron Estados oligárquicos cimentados en el aplastamiento de los procesos revolucionarios protagonizados por las masas durante las guerras de independencia, en la derrota de las facciones criollas ligadas a los antiguos poderes coloniales, en el desarrollo de una economía dependiente del capital extranjero y en el despojo de las comunidades indígenas como vía de comercializar y acaparar sus tierras, ocupar a su población como mano de obra asalariada y acabar con la economía de subsistencia de los pueblos indios como medio para la formación de un mercado interno, lo cual propició la formación de un Capitalismo dependiente y subdesarrollado en los países latinoamericanos.

 

El proceso de independencia de América no se dio sin altibajos, incluso hubo intentos de reconquista por parte de las potencias coloniales europeas, mismos que lograron concitar un cierto apoyo no solo de facciones criollas espantadas ante la radicalidad que adoptaron los procesos insurgentes en algunas regiones sino, también, de las masas indígenas y sectores marginados que tras la independencia sufrieron aún la expoliación y dominación de las nuevas élites. Entonces, cuando la oligarquía criolla dio pasos atrás en cuanto a satisfacer los intereses de las etnias y castas oprimidas, y no hubo sectores intermedios entre los mestizos o líderes indígenas que abanderaran sus demandas, los europeos lograron azuzar y organizar a aquellos sectores contra las nuevos gobiernos republicanos; así, tanto castas como etnias viraron al bando realista al momento que los sectores criollos dejaron entrever su racismo y desprecio hacia ellas así como sus aspiraciones de convertirse en nuevos grupos colonizadores, más crueles y ambiciosos que los anteriores.

 

Empero, los indígenas y castas oprimidas que combatieron en las filas realistas o republicanas lo hicieron atendiendo a sus propios intereses, no por una posición específica respecto a la independencia o subordinación nacional, pues para ellos no representaba gran diferencia la victoria de uno u otro bando y muchas veces prefirieron aliarse a los europeos que sabían menos peligrosos y más susceptibles a negociar (debido a su lejanía y debilidad) que con los criollos los cuales, instintivamente vislumbraban que, al salir victoriosos, avanzarían contra los pueblos indígenas para someterlos a su dominio sin el contrapeso que había sido la Corona durante la Colonia. Entonces, si en muchas ocasiones los pueblos indios parecieron asumir posturas conservadoras dentro de la gran confusión ideológica prevaleciente en los primeros momentos de la independencia americana, fue más por un instinto de sobrevivencia o mecanismo de defensa de sus intereses, que por estar cerrados u opuestos a idearios progresistas e, incluso, revolucionarios.

 

Este fenómeno se repitió y agudizó durante el período de cruentas guerras civiles que desgarraron a los nacientes Estados latinoamericanos durante el siglo XIX. En efecto, habiéndose librado de las ataduras de las metrópolis coloniales, las nuevas élites criollas se escindieron entre facciones que tenían concepciones divergentes sobre cómo edificar las nuevas naciones recientemente independizadas en América; así, conservadores y liberales o centralistas y federalistas, chocaron entre sí durante décadas en una de las etapas más caóticas y convulsas de la historia latinoamericana. Dentro de estas luchas, los pueblos indígenas también se dividieron en cuanto a su apoyo a uno u otro bando, en función de la sensibilidad o el cálculo político que tuviera cada uno para prometer la resolución de las demandas indígenas y respetar sus derechos y territorios. Empero, pronto se toparon con el hecho de que cualquiera de las facciones en pugna, una vez habiendo vencido al adversario, rompía su alianza con los pueblos indígenas para abalanzarse sobre sus tierras y sus comunidades.

 

Así sucedió en toda América Latina durante la segunda mitad del siglo XIX, con el triunfo de los liberales quienes, buscando desarrollar una moderna economía capitalista bajo los postulados político-ideológicos de su doctrina, no dudaron en acabar con las comunidades indígenas así como con sus derechos colectivos sobre la tierra, los cuales consideraban como un obstáculo para la modernización nacional. Entonces, si la consumación de la independencia implicó la liberación formal del vasallaje y tutela de los pueblos indios respecto al paternalismo despótico de las antiguas realezas europeas, con lo cual ganaron igualdad jurídica respecto a los demás sectores de la población, sin embargo, también significó la desaparición de las leyes protectoras existentes durante la Colonia, quedando indefensos ante la voracidad de la nueva oligarquía de hacendados, generándose un acelerado proceso de expoliación de las comunidades indígenas, cuya población se vio desplazada violentamente y obligada a integrarse subordinadamente en las nacientes relaciones económicas capitalistas de los países latinoamericanos.

 

A este respecto, un caso paradigmático lo constituye la historia de México en el siglo XIX. Durante los primeros años de vida independiente, los gobiernos subsecuentes efectuaron diversas concesiones hacia los sectores populares de indios y mestizos como una manera de buscar su adhesión política; sin embargo, al lograrse la victoria definitiva sobre los antiguos colonizadores europeos las distintas facciones oligárquicas se disputaron la hegemonía político-económica, buscando para ello el apoyo entre las nacientes clases medias mestizas y los pueblos indígenas. Sin embargo, conforme se alternaba en el poder uno u otro bando inmediatamente traicionaban su alianza con estos sectores y aprobaban leyes para su despojo y opresión. No es de sorprender que los pueblos indígenas, dependiendo la región, se alinearan a la facción contraria al grupo que le arrebataba sus tierras y que, en muchos casos, se plegaron al bando conservador al ver que los liberales aprobaban leyes contrarias a sus derechos. Ello se reflejó igualmente, en las intervenciones extranjeras que sufrió México tanto por parte de EUA (1845-1848) como por Francia (1863-1867), en las cuales si bien hubo un sector de la población indígena que combatió con los ejércitos nacionales contra la ocupación externa, en su mayoría, las comunidades indígenas aprovecharon el caos provocado por la guerra para emprender campañas por la recuperación de territorios e, inclusive, muchos pueblos indígenas pelearon del lado monárquico durante el imperio de Maximiliano de Habsburgo, pues durante su administración se aprobaron leyes progresistas que dispusieron el respeto a las tierras, fueros y tradiciones de las comunidades indígenas.

 

Así, conforme se fue definiendo la victoria del bando liberal y consolidando el nuevo régimen, las dictaduras liberales primero de Juárez y después de Porfirio Díaz aprobaron leyes a través de las cuales emprendieron la expropiación de las comunidades indígenas a un ritmo más acelerado y bajo formas más cruentas que los antiguos conquistadores. Ello provocó diversos enfrentamientos entre los pueblos indios contra los habitantes blancos en una pugna a muerte por las tierras y sus recursos. No sorprende, entonces, que surgieran grandes levantamientos indígenas como el de los yaquis en el norte (1825-1927) y los mayas en el sur (1847-1901), que entablaron guerras de castas contra el colonialismo interno de los blancos hacendados y que tuvieron un carácter marcadamente agrario, mismos que confluirían posteriormente en la revolución campesina y popular de 1910-1920, la cual marcó el inicio de un amplio proceso de revoluciones populares en toda Latinoamérica.

 

De la dominación colonial a la dominación oligárquica

 

Desde el siglo XVII, el auge minero y la disminución de la población indígena, provocaron la transformación de la estructura económica colonial, sustituyéndose el sistema de encomiendas (basado sobre todo en el tributo de las comunidades agrícolas) por la explotación directa de los pueblos ejercida al interior de las haciendas privadas de la aristocracia peninsular y criolla, donde comenzó a prevalecer el trabajo a destajo y por salarios sobre el cobro de tributación; sin embargo, ello convertía a las comunidades agrarias en un obstáculo para el desarrollo de los nuevos métodos productivos, que requerían liberar la mano de obra así como las tierras de los pueblos indígenas.

 

Conforme la hacienda fue sustituyendo a la encomienda (institución que acabó por ser eliminada oficialmente a mediados del siglo XVIII), también fue ganando terreno sobre las comunidades indias que se vieron sometidas a una mayor presión y despojo por parte de una naciente oligarquía de hacendados que mediante la corrupción, evasión de la ley y la violencia, comenzaron a acaparar y especular con las tierras, apoyados en nuevas disposiciones normativas que legalizaron las grandes propiedades agrarias, permitiendo su concentración en manos de unos pocos terratenientes. Asimismo, el despojo de los terrenos comunitarios provocó la paulatina disgregación de las comunidades indígenas, viéndose sus antiguos pobladores en la necesidad de migrar hacia las haciendas en busca de trabajo, donde se implementaban regímenes modernos de trabajo combinados con supervivencias de servidumbre y trabajo forzado.

 

Ello se vio recrudecido con la implementación de diversos mecanismos de engaño y coerción que utilizaron los hacendados para consolidar la relación de dependencia y explotación a los indígenas, quienes fueron sistemáticamente despojados de sus tierras y medios de subsistencia, arrancados de sus comunidades y convertidos en peones acasillados que vivían encerrados en las haciendas debido al endeudamiento del que se veían presa pues se les pagaba en especie, con talones que se les obligaba a cambiar en las tiendas de raya de la propia hacienda, o con el pago por adelantado que efectuaban los patrones, lo cual era reforzado con las guardias armadas que utilizaban los propietarios para impedir que escaparan los trabajadores y sus familias, pues las obligaciones contraídas se transmitían de generación en generación.

 

En ese contexto, se dieron las condiciones para la disolución de las comunidades indígenas y su conversión en comunidades campesinas cuya población sufrió un proceso de diferenciación entre aquellos pocos sectores que conservaron pequeñas parcelas de tierra (minifundios) y una aplastante mayoría que quedó completamente desposeída y convertida en proletariado agrícola atrapado en los grandes latifundios que se crearon a partir de leyes que quitaron toda representación jurídica a las comunidades como entidades colectivas propietarias de terrenos y promovieron la enorme concentración de tierras prevaleciente en las sociedades latinoamericanas entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, determinando la dinámica social y económica así como el surgimiento de diversos conflictos agrarios que marcarían aquella época y que llevarían a los estallidos revolucionarios que configurarían los modernos Estados latinoamericanos, procesos donde los pueblos indígenas tuvieron un papel importante.

 

 

 

4. La revoluciones populares y los Estados nacionales modernos en Latinoamérica

 

 

 

 Despojo, concentración de tierras y conflicto agrario

 

Tras la independencia de América y una vez lograda la consolidación de los regímenes oligárquicos, a cuya cabeza se encontraron los grandes propietarios agrícolas y mineros, en la mayoría de países latinoamericanos se inició un proceso de modernización que, por un lado, preservó el sistema de haciendas cimentado en la explotación de las comunidades indígenas-campesinas mientras que, por otro, los grandes terratenientes y comerciantes se vincularon al capital extranjero para impulsar un desarrollo económico dependiente, reincorporándose las naciones “independizadas” al mercado internacional como semicolonias de las potencias mundiales (sobre todo del capital inglés que por esas fechas experimentaría un gran desarrollo con la revolución industrial, por lo que le interesó financiar y apoyar la independencia de las nacientes repúblicas latinoamericanas). En toda Latinoamérica se erigieron Estados oligárquicos basados en modelos económicos primario-exportadores que vendían materias primas del suelo y el subsuelo (metales preciosos y productos agrícolas en México, el cobre y estaño en Bolivia, el guano y salitre en Perú, el añil y cochinilla –luego el café y la banana- en Centroamérica, etc.), a cambio de productos manufacturados de Europa; estos regímenes adoptaron la forma político-institucional de dictaduras que representaban los intereses de los caciques regionales, las oligarquías nacionales y los inversionistas extranjeros.

 

Dichos regímenes, al igual que durante la Colonia, descansaban en la explotación y dominación sobre los pueblos indios y las masas campesinas. A lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX los gobiernos, ya fuesen liberales o conservadores, aprobaron diversas disposiciones legales que permitieron la expansión de las haciendas mediante la concentración desenfrenada de tierras a costa de las comunidades indígenas y campesinas. Se estableció así una relación perversa de dependencia entre, por un lado, los grandes latifundios que se conformaron como propiedades agrarias y mineras de hacendados que se fueron convirtiendo paulatinamente en una embrionaria clase capitalista agrícola-comercial y, por otro lado, las comunidades campesinas e indígenas atadas de diversas formas a la tierra (usura, enganche, etc.) y cuyos habitantes cultivaban pequeños terrenos (minifundios o parcelas familiares) de los cuales no lograban obtener lo necesario para vivir, por lo que se veían en la necesidad de dirigirse a las haciendas a completar lo suficiente para su sostenimiento, fuese en la forma de aparcería (trabajo por temporadas en las tierras del hacendado a cambio de una retribución en especie) o del peonaje (trabajo asalariado en las haciendas, por temporadas o de forma permanente), con lo cual la población indígena se fue transformando progresivamente en una gran masa campesina empobrecida y de proletarios agrícolas desposeídos.

 

Este brutal proceso de despojo paralelo a la enorme concentración de tierras constituyó el fermento que llevó a una creciente agitación en las zonas rurales, donde los elementos indígenas se combinarían de diversas maneras con un componente marcadamente agrarista e, inclusive, hasta proletario. Este fenómeno tendría sus más acabadas expresiones en las guerras campesinas de México y Bolivia en el período que estamos analizando.

 

En el caso de México ya habíamos visto las guerras de castas libradas por los yaquis de Sonora y los mayas de Yucatán; estos levantamientos, a pesar de pretender ser capitalizadas por los distintos bandos en las disputas entre liberales y conservadores, llegaron a adquirir una dinámica propia que les dotó de cierta autonomía al momento en que los dirigentes indígenas comenzaron a reorientar su lucha hacia la recuperación de sus tierras arrebatadas, poniendo a los hacendados blancos como enemigos por igual independientemente de su ideología política. Con la revigorización de las Leyes de Reforma sucedida durante la dictadura porfirista (con la desamortización de las comunidades eclesiales y civiles o el decreto de ocupación de terrenos baldíos), también se revitalizaron las formas de resistencia indígena y campesina, llegando a plantear la formación de confederaciones indias armadas que pugnaron por constituir gobiernos propios e, inclusive, Estados independientes del resto de la nación mexicana.

 

Por su parte, en Bolivia los procesos de modernización emprendidos por el Partido Conservador y continuados durante los gobiernos de los partidos liberales, respetaron las grandes propiedades terratenientes de los hacendados y exacerbaron a tal grado la expropiación de los pueblos indígenas que solo un porcentaje minoritario de la población indígena conservó la propiedad de sus tierras, lo cual adquirió un estatuto legal con las leyes de desvinculación vigentes a finales del siglo XIX. Ello ocasionó una gran resistencia entre los pueblos indios que encontró su mayor punto de algidez y articulación con el levantamiento liderado por el cacique Pablo Zárate (Wilka) que se articuló con la revolución regionalista de 1898 en La Paz, pero que prontamente asumió metas propias, combinando demandas indígenas y agrarias (restitución de tierras originales, guerra de exterminio contra los blancos hacendados), llegando hasta la conformación de un Gobierno indígena, la llamada “República de las Peñas” que subsistió algunos años hasta la derrota de Wilka.

 

Aunque fueron duramente sofocados, tanto en México como en Bolivia, los procesos de resistencia indígena y campesina, constituyeron antecedentes inmediatos a las gestas revolucionarias protagonizadas por las masas campesinas y populares que se articularon con las aspiraciones de los nacientes sectores medios mestizos por democratizar sus respectivos regímenes políticos e impulsar el desarrollo económico de sus países así como con las demandas de la clase obrera por mejorar sus condiciones laborales y de vida; procesos en los cuales los pueblos indígenas plasmaron sus propios intereses y reivindicaciones, logrando grandes conquistas sociales, entre ellas, el retorno de tierras a las comunidades indígenas y el reconocimiento de sus usos y costumbres. Así, las revoluciones de México en 1910 y de Bolivia en 1952, constituyeron las mayores expresiones del nuevo carácter que a lo largo del siglo XX asumiría la movilización de las masas indígenas que, con el proceso de mestizaje y aculturación de un gran porcentaje de la población, fueron convertidas en las nuevas clases campesinas y obreras dentro de la moderna estructura socioeconómica de los países latinoamericanos.

 

Las revoluciones sociales acaecidas en la mayoría de los países del continente en la primera mitad del siglo XX, constituyeron los procesos históricos fundamentales que moldearon la fisionomía de los modernos Estados nacionales latinoamericanos, pues expresaron la combinación de aspiraciones y demandas de las fuerzas sociales que las impulsaron, entre cuyos principales protagonistas figuraron las masas indígenas en proceso de campesinización y proletarización.  No obstante, nuevamente en este ciclo de luchas que culmina con las revoluciones sociales del siglo XX los indígenas tuvieron una participación contradictoria pues si por un lado intervinieron masivamente en las filas de los ejércitos, guerrillas o partidos revolucionarios, asimismo, en ocasiones llegaron a jugar un rol en los bandos oligárquicos o como grupos de choque del ala más moderada en contra de las facciones más radicales dentro de los procesos revolucionarios.

 

Así, por ejemplo, en México los indígenas del sur-centro del país se sumaron a las huestes del Ejército Libertador del Sur comandado por Emiliano Zapata, constituyendo su sector más radical y decidido que llegó a asestar golpes fulminantes a las fuerzas del régimen hasta tomar la capital de la nación, y protagonizando la epopeya de la Comuna de Morelos (donde expropiaron los grandes ingenios azucareros y repartieron las tierras de los enormes latifundios existentes en Morelos y otras entidades de la región); igualmente, en el norte del país, los yaquis de Sonora se sumaron a las filas del Ejército constitucionalista, bajo el mando de Obregón quien les restituyó gran cantidad de tierras a cambio de ayudarlo a combatir a la División del Norte comandada por Pancho Villa, mientras en el sur ocupaba batallones obreros para combatir a los zapatistas que, al derrotarlos, no dudó en usarlos también contra los propios yaquis, que fueron masacrados y deportados como en los tiempos del porfiriato. En contraparte, un ejemplo antagónico los representaron las comunidades indígenas-campesinas bolivianas las cuales fueron utilizadas por el régimen oligárquico para combatir la revolución obrera de 1952 dirigida por la Central Obrera de Bolivia, cuyo contingente más combativo estuvo constituido por los poderosos sindicatos de trabajadores mineros cuyos miembros –paradójicamente- no eran más que indígenas recién convertidos en proletarios.

 

Esos no fueron sino los ejemplos más dramáticos de la variedad de papeles que ocuparon los indígenas en los procesos revolucionarios de América Latina durante el siglo XX, entre cuyos extremos sucedieron una gran diversidad de combinaciones y grados de configuración política. No obstante, también muestran los grandes logros alcanzados por las masas revolucionarias, pues tanto México como Bolivia sufrieron importantes procesos de reforma agraria sin igual tanto en su extensión como en su profundidad (a excepción solamente del reparto de tierras efectuado tras la victoria de la revolución cubana, pero que respondió a una dinámica diferente). Fue así como, tras los procesos revolucionarios surgieron regímenes políticos –tanto civiles como militares- que, bajo la presión de las masas campesinas, obreras y populares, llevaron a cabo diversas medidas con un marcado carácter nacionalista (expropiaciones y estatizaciones, reparto agrario, leyes en materia social, grandes obras de infraestructura y servicios básicos, etc.) que, conforme se fueron consolidando institucionalmente, transformaron la dinámica del desarrollo social, económico y cultural en la mayoría de países latinoamericanos.

 

Desarrollismo, reforma agraria y política indigenista de los regímenes posrevolucionarios

 

En efecto, justo a mediados del siglo XX, sobre todo a raíz de las consecuencias que trajo consigo la II Guerra Mundial, las economías de la región experimentaron un gran impulso que les permitió un acelerado desarrollo industrial así como la conformación de un mercado interno y un proceso de urbanización creciente.  Mientras tanto, en las zonas rurales, ocurrió un proceso contradictorio pues, de un lado, el reparto agrario acabó con la hacienda como la estructura predominante en el campo y promovió la reconstitución de las comunidades indígenas lo que permitió el rescate de sus costumbres e identidad sobre todo en las zonas donde las masas indígenas y campesinas participaron directamente en la expropiación y distribución de tierras así como en su defensa frente a los caciques locales; pero, por otro lado, la entrega de tierras constituyó la base material que posibilitó la corporativización del movimiento campesino e indígena por los regímenes derivados de los procesos revolucionarios fuese de corte civil o militar. Entonces, el reparto agrario se constituyó en un mecanismo de estabilidad política en países cuya estructura económico-social aún era predominantemente rural.

 

Asimismo, la reforma agraria no solo trajo consigo un mecanismo de control político sobre la población rural sino que, simultáneamente, propició el surgimiento de nuevas formas de desigualdad, explotación y conflicto en el campo. Un sector de los viejos terratenientes pasó a convertirse en una moderna burguesía rural ligada al capital foráneo que impulsó métodos intensivos de producción agrícola. Ello generó el paulatino desplazamiento del cultivo de auto-subsistencia de las comunidades indígenas y campesinas por la producción agrícola comercial, pero sin destruir del todo las supervivencias de los antiguos métodos de explotación (como la aparcería, el peonaje, etc.) sino reforzándolas y combinándolas con las nuevas relaciones económicas surgidas en el campo. Ello fue posible debido a que el reparto agrario no tocó las tierras mejor situadas y más productivas sino que expropió principalmente las tierras en peores condiciones, distribuyendo parcelas de tamaño y productividad insuficiente (sobre todo porque no estuvieron acompañadas -más que por corto período- de un apoyo sostenido en créditos, insumos y maquinaria).

 

Es así como, por un lado, se desarrolló un minoritario sector capitalista en el agro compuesto por grandes productores vinculados al capital foráneo, basada en millonarias inversiones en infraestructura de riego y transporte así como apoyos crediticios para la comercialización que permitió una relativa mecanización de sectores vinculados a la producción agrícola de exportación; mientras, por otro lado, al agotarse paulatinamente la euforia proteccionista y de fomento sucedida tras la guerra mundial, se fue conformando una masa de campesinos con pequeñas y medianas parcelas de baja productividad que se fueron arruinando por la competencia de los grandes terratenientes agricultores así como por el abandono estructural por parte de los gobiernos que relegaron paulatinamente los postulados nacionalistas en pro de la modernización de las economías latinoamericanas. No se trató de dos realidades separadas sino de dos polos de una misma estructura socioeconómica agraria que, con ligeros cambios, subsiste y de desenvuelve hasta la actualidad. Tras la revolución, el campesino no se libró de la explotación del gran capitalista o terrateniente agrícola, sino que la dinámica económica del campo siguió basándose en la explotación de la pequeña y mediana parcela campesina por la gran propiedad agraria, dentro de la cual, un gran porcentaje de la población rural aún permaneció atada a diversas formas de explotación pre-capitalista con las cuales complementar su sostenimiento económico mientras otro sector migró progresivamente a las ciudades convirtiéndose en obreros, comerciantes informales o pobres de las periferias urbanas marginadas.

 

Dentro de ese marco, a mediados del siglo XX los Estados latinoamericanos llevaron a cabo una política cimentada ideológicamente en la búsqueda de unidad nacional, que tuvo como una de sus principales preocupaciones la integración de los pueblos indígenas a las nuevas sociedades modernas que aspiraban construir. Se llevaron a cabo inmensas campañas de castellanización, se establecieron escuelas bilingües, se restituyó parte de las tierras arrebatadas por los anteriores regímenes y se legalizó la constitución de ejidos comunales para los pueblos indígenas (en lugares como México, desde el Estado se intentó recuperar el pasado prehispánico por medio del arte y demás expresiones culturales). Sin embargo, dentro del marco ideológico del nacionalismo revolucionario y, posteriormente, del desarrollismo latinoamericano, esta política indigenista propició un proceso de aculturación de la población indígena que, a pesar de la supuesta promoción gubernamental hacia sus costumbres, lenguas y formas de expresión cultural, no pudo escapar a la presión modernizante provocada por los procesos de industrialización, descampesinización y urbanización que vinieron posteriormente.

 

A partir de ello, la población mestiza se convirtió en el sector preponderante de la sociedad en la mayoría de los países latinoamericanos, y aún en los que no, desde el aparato político-ideológico de los modernos Estados nacionales se impusieron los patrones sociales y culturales mestizos como los rasgos hegemónicos de la identidad latinoamericana, tanto frente al anglo-americanismo y occidentalismo extranjero como por sobre las tradiciones y costumbres indígenas. Desde diversos círculos intelectuales y autoridades gubernamentales se generó una campaña por subsumir a la población indígena bajo los patrones socioculturales del nacionalismo mestizo, pues se concebía que solo naciones social y culturalmente homogéneas, podrían hacer frente tanto a los intereses imperialistas de las potencias occidentales como a los retos de la modernización económica, la democratización política y el desarrollo social. Bajo esos postulados, se llevó a cabo en México el 1er Congreso Indígena en Latinoamérica (1940) del cual surgió el Instituto Indigenista Interamericano, elaborándose una declaración de principios que formuló los ejes de la política indigenista de los países firmantes (la cual se reducía en esencia “a mexicanizar al indio” como diría el presidente L. Cárdenas en la apertura del evento); así, desde mediados del siglo XX se replicaron eventos similares en distintos países de América Latina (como el 1er Congreso Indigenal en Bolivia, 1945) y nacieron diversos organismos nacionales, como el Instituto Nacional Indigenista (México, 1948), centrados en el tema.

 

Estas instituciones fueron los organismos encargados de elaborar e implementar las políticas gubernamentales de los países latinoamericanos para atender –por lo menos de manera formal- las problemáticas de la población indígena, fomentando la investigación y el estudio de los pueblos y sus formas de vida, impulsando la asesoría y capacitación hacia las comunidades así como la preservación y difusión de sus tradiciones y expresiones culturales y, asimismo, se coordinaron con otras secretarías de Estado para emprender medidas y programas de gobierno conducentes al mejoramiento de sus condiciones económicas y sociales; pero, más allá de sus ambiciosas metas, la esencia de la política indigenista fue dar acceso a la población indígena a ciertos servicios básicos como una forma de menguar su marginación y pobreza, e impulsar proyectos productivos que convirtieran a los pueblos indígenas de comunidades autosuficientes en agentes de consumo del mercado nacional.

 

Posteriormente, en el marco ideológico de la posguerra en Occidente, así como de las relaciones corporativas establecidas entre los pueblos indígenas y los Estados nacionales en América Latina, se formularon disposiciones internacionales en materia indígena promovidas por organismos multilaterales como la Organización Internacional del Trabajo (OIT) –institución especializada de la Organización de las Naciones Unidas (ONU)- que en 1957 promulgó el Convenio 107 referente a la integración y protección de los pueblos indígenas y minorías nacionales en los países independientes. Con ello, se dio una respuesta, por lo menos a nivel jurídico-formal, a los reclamos de los pueblos indígenas y minorías oprimidas al interior de los modernos Estados nacionales, declarándose las garantías colectivas de los pueblos indígenas que quedaron reconocidos como sujetos de derecho.

 

Ascenso revolucionario y contrainsurgencia en América Latina

 

La participación de los indígenas en los procesos revolucionarios latinoamericanos obligó a los regímenes posrevolucionarios a restituirles parte de sus tierras, garantizar su acceso a ciertos bienes y servicios sociales e, inclusive, a reivindicar el pasado cultural prehispánico así como reconocer a los pueblos como sujetos colectivos con derechos especiales –diferentes al derecho de los Estados y a los derechos individuales-, lo cual se vio facilitado durante el auge económico y social sucedido durante el período de posguerra que permitió la industrialización vía la sustitución de importaciones así como el desarrollo del mercado interno a través de medidas proteccionistas y de intervención estatal; sin embargo, conforme el modelo desarrollista se fue agotando, las economías latinoamericanas sufrieron serios desequilibrios que llevaron al recrudecimiento de las desigualdades sociales tanto en el campo como en las ciudades, y al desmantelamiento paulatino de las conquistas logradas por las masas durante las revoluciones populares ocurridas en la primera mitad del siglo XX. Conforme a ello, las disposiciones en materia indígena quedaron en el papel y las instituciones encargadas del tema acabaron por abonar al proceso de integración subordinada de la población indígena dentro de las sociedades latinoamericanas.

 

Lo anterior provocó una gran polarización y conflictividad social que se extendió a lo largo del continente, desestabilizando los regímenes políticos y tirando por tierra las incipientes instituciones democráticas que comenzaban a nacer en la región ya fuese por la vía revolucionaria emprendida por diversas organizaciones políticas de extrema izquierda o por la bota militar que azoló el continente en dicho período. A ese respecto, el triunfo de la revolución cubana en 1959 marcó el inicio de un ciclo de ascenso revolucionario que se extendería hasta inicios de los años 80´s en la región, lo cual se expresó en la movilización tanto de sindicatos y clases medias urbanas como del campesinado y otros sectores sociales, no solo por reivindicaciones sociales básicas y demandas políticas democráticas sino que sobrevino un proceso de radicalización que llevó a la generalización de movimientos armados que pretendieron replicar el método del foquismo guerrillero aplicado y pregonado por los revolucionarios cubanos. En contraparte, esta algidez política también trajo consigo una reacción autoritaria que se manifestó como una segunda ola de regímenes dictatoriales apuntalada por la cada vez mayor injerencia norteamericana en la región que -dentro del marco ideológico de la Guerra Fría iniciada con la URSS tras el fin de la segunda guerra mundial- impulsó una campaña ideológica anticomunista con base en la cual reprimió toda organización o movimiento que disintiera de sus intereses geoestratégicos en el continente.

 

Esta lucha entre revolución y contrarrevolución en Latinoamérica tomó diversas expresiones políticas e ideológicas. Desde la izquierda, se perfiló el fracaso tanto de los proyectos reformistas como de los movimientos guerrilleros por conquistar y sostenerse en el poder político, fuese por vía de las armas o de las instituciones electorales, siendo los casos más emblemáticos la detención y asesinato del Che Guevara en Bolivia (1967) tras su fallido intento por extender la revolución desde el corazón de la región andina y, años más tarde, la fugaz victoria electoral de la Unidad Popular encabezada por Salvador Allende en Chile que, después de tres años en el gobierno, terminaría con su derrocamiento homicida; 20 años después de la revolución cubana, el único proceso insurgente victorioso sería el del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que derrocó a Somoza en Nicaragua (1979). En contraparte, desde la derecha reaccionaria, el golpe militar asestado en contra del gobierno de Allende en Chile (1973) por el general Augusto Pinochet, daría inicio a un ciclo contrarrevolucionario de dictaduras militares que se extenderían por todo el cono sur (Argentina, Uruguay, etc.) y otras regiones del continente hasta mediados de los años 80´s.

 

Entre esos dos extremos, la polarización social y la radicalización política prevaleciente, traería consigo diversas expresiones ideológico-organizativas entre distintos sectores populares. De una parte, la clase obrera emprendería una serie de grandes luchas huelguísticas por mejoras salariales, prestaciones sociales e independencia sindical, así como procesos de articulación a nivel continental e internacional; las clases medias y sectores estudiantiles también protagonizaron importantes movilizaciones desde aquellas por la autonomía y reforma de las universidades hasta luchas por democracia política y libertades civiles así como mayores oportunidades de ascenso social. Por su parte, en las zonas rurales, también tuvo lugar una creciente algidez debido a que la reforma agraria había sufrido un gran freno al toparse con la modernización capitalista y la resistencia de poderes locales fuertemente arraigados en el campo, dando lugar a una nueva ola de ocupaciones campesinas y luchas indígenas por la tierra. El rasgo característico de estos nuevos movimientos indígenas y campesinos fue que, en muchos casos, se desenvolvieron en un nuevo marco de demandas, actores y proyectos político-ideológicos, asumiendo la forma de sindicatos de proletarios agrícolas y ligas campesinas dirigidas por líderes comunistas; comunidades eclesiales de base organizadas por sacerdotes progresistas simpatizantes de la Teología de la Liberación (que tuvo un gran auge desde los años 70´s) e, igualmente, de movimientos guerrilleros e insurreccionales en los que convergieron campesinos sin tierra y comunidades indígenas junto con estudiantes, obreros y sectores pobres orientados por plataformas ideológicas que combinaron un nacionalismo de corte populista con un marxismo adaptado a las condiciones del contexto latinoamericano.

 

Sin embargo, las diversas formas que adquirió ese fenómeno de lucha e insurgencia popular, serían aplastados violentamente no solo a través de la represión desatada por los ejércitos y fuerzas policiales de los regímenes dictatoriales sino, asimismo, por las grupos paramilitares y los cuerpos de inteligencia impulsados por los distintos gobiernos autoritarios –tanto civiles como militares- con el apoyo logístico, entrenamiento y financiamiento de los Estados Unidos a través del Plan Cóndor que implicó todo un programa de contrainsurgencia política a escala continental para contener la radicalización de las luchas que desarrollaron distintos sectores sociales, e inhibir el surgimiento de procesos revolucionarios que lograran triunfar en Latinoamérica. Así, la llamada guerra sucia acabaría paulatinamente con los focos guerrilleros así como con otras formas de disidencia política, lo cual estableció las condiciones que abrirían el paso a la implementación de un nuevo modelo político-económico de acumulación capitalista caracterizado por la reforma estructural de los Estados latinoamericanos, la apertura comercial de sus economías y la liberalización gradual de sus sistemas políticos, pero que vino aparejado con el arrebato de las conquistas sociales y el despojo de las tierras y recursos naturales de sus pueblos.

 

 

 

5. Luchas populares y movilización indígena en el período actual

 

 

 

Globalización neoliberal, transiciones democráticas y protesta social

 

La contraofensiva reaccionaria emprendida por los distintos regímenes latinoamericanos con el beneplácito y apoyo del gobierno norteamericano, no solo tuvo un carácter meramente militar-represivo sino que constituyó una estrategia a nivel socioeconómico y político-ideológico.

 

En efecto, los Programas de asistencia militar (que incluyeron el adoctrinamiento y capacitación en labores de contrainsurgencia guerrillera y civil hacia las fuerzas armadas latinoamericanas en escuelas militares norteamericanas) sufrirían un cambio conforme el ciclo de dictaduras se fue agotando desde mediados de los años 80´s debido a la lucha popular y al cuestionamiento entre la opinión pública mundial a la violación sistemática de los derechos humanos durante los regímenes militares; entonces, se dio paso a la implementación de políticas de Seguridad Nacional que si bien dejaron atrás las viejas prácticas de la guerra sucia (encarcelamiento, tortura, desaparición y ejecución masiva de disidentes políticos), empero, desplegarían ahora una guerra de baja intensidad basada en el uso combinado de grupos paramilitares y la aplicación de programas de asistencia social como una manera de aminorar las condiciones de marginalidad y pobreza que constituían las fuentes principales de la guerrilla y los movimientos insurgentes, lo cual no excluyó la militarización de las sociedades latinoamericanas desde mediados de los años 90´s bajo el pretexto del combate al crimen organizado y al narcotráfico, agentes que se convirtieron en el nuevo chivo expiatorio de la agenda de seguridad pública en América Latina.

 

La estrategia de seguridización de los Estados latinoamericanos vino acompañada por la implementación de políticas de ajuste de corte neoliberal diseñadas por una nueva élite tecnocrática de cuadros burocráticos e intelectuales (formados en las universidades más prestigiadas de EUA) que impulsaron varias olas de reformas estructurales caracterizadas por la reducción del Estado como agente rector de la economía, desplazándolo como principal propietario de tierras comunales y de empresas industriales estratégicas así como encargado de ofrecer servicios sociales básicos. Estos paquetes de ajuste estructural, (mandatados por organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional) constituyeron la estrategia con la que la burguesía internacional buscó generar un nuevo modelo de acumulación capitalista en el que las economías latinoamericanas se insertarían al nuevo orden mundial de la Globalización neoliberal, cimentado en el desmantelamiento de los Estados desarrollistas (privatizaciones masivas y cancelación de conquistas históricas logradas por las masas en materia de seguridad social y servicios públicos: educación, salud, empleo, etc.), el abandono del proteccionismo y el sacrificio de la industria nacional en pro de la liberalización económico-financiera (a través de la apertura comercial, firma de Tratados Internacionales, desregulación del mercado laboral, producción de bienes de exportación, etc.),  el endeudamiento externo y la creciente dependencia respecto a las inversiones extranjeras así como el recorte al gasto público (sustituido con transferencias de recursos focalizados), entre muchas otras medidas, que provocaron enormes costos sociales para el grueso de la población latinoamericana.

 

Desde los años 80´s las economías latinoamericanas pasarían por una fuerte recesión a lo largo de la “década perdida” en la cual se desató la crisis de la deuda, donde los principales países del continente se declararon incapaces de pagar sus obligaciones externas, lo que provocó una serie de desequilibrios en la economía regional e internacional, generándose un nulo crecimiento así como la elevación de los índices de desocupación, pobreza y desigualdad. Bajo ese contexto, se desenvolvieron los procesos de transición democrática controlados desde el Estado a través del pacto entre los mandos militares y los partidos civiles, que propiciaron cierta apertura política y el retorno de las instituciones representativas y constitucionales en la región, bajo un discurso de cultura civil participativa y de promoción a los derechos humanos. En un trayecto que fue desde el Cono sur y la región andina hacia Centroamérica y México, ocurrió un proceso prolongado de liberalización política en el período que va de las elecciones ecuatorianas de 1979 y peruanas de 1980, pasando por las chilenas de 1989 y los procesos de transición centroamericanos de los años 90, hasta llegar a la alternancia en el poder sucedida en México en 2000. No obstante, la otra cara de la moneda estuvo representada por la injerencia e intervencionismo cada vez mayor de EUA en la región que se dejó sentir sobre todo en Centroamérica (último reducto, junto con Perú, de los procesos de insurgencia armada) contra los regímenes de Nicaragua, El Salvador, Granada y cuyo caso más ejemplar lo constituyó la invasión militar efectuada contra Panamá en 1989.

 

Este complejo contexto caracterizado por una crisis económica estructural de larga duración (que más tarde se agravaría con las recurrentes crisis financieras de la década de los 90), la implementación de políticas de ajuste antipopulares, sinuosos e inconclusos procesos de transición democrática y la marcada presencia norteamericana dieron pie al surgimiento de novedosas formas de movilización social en el subcontinente. Desde las luchas que llevaron a la debacle de las dictaduras en el Cono Sur en los 80´s, las protestas masivas contra el fraude electoral en las elecciones presidenciales de 1988 en México y El caracazo protagonizado por las masas populares venezolanas en 1989 se pasaría,  posteriormente, a las huelgas sindicales de trabajadores de empresas públicas contra los procesos de privatización y las luchas populares contra los paquetes de austeridad que caracterizaron la década de los 90´s, hasta llegar a El argentinazo en 2001, primero de varios otros procesos de movilización social y política que abrirían el siglo XXI en América Latina los cuales impulsaron la llegada de gobiernos reformistas-populistas en la región, abriendo un ciclo en el cual los pueblos indígenas jugaron un rol de primer orden.

 

El resurgimiento de la cuestión indígena en los marcos de la globalización neoliberal

 

Existen cuatro etapas que a nuestro parecer caracterizan la movilización indígena en la época moderna:  primero, veremos la lucha indígena en los marcos del nacionalismo revolucionario donde priva la integración corporativa bajo los ideales de unidad nacional hasta el declive del modelo desarrollista donde se da un proceso de radicalización política e insurgencia popular; después, viene un fase de articulación político-organizativa entre los distintos referentes nacionales y regionales de lucha indígena latinoamericanos que llevaron a las movilizaciones en el marco de las protestas por el V Centenario del descubrimiento, conquista y colonización de América; lo anterior abrió más tarde una etapa de acumulación de fuerzas que devendría en un proceso de lucha de carácter ofensivo el cual culminaría con la construcción de Estados plurinacionales en Bolivia y Ecuador así como reformulaciones constitucionales en diversos regímenes latinoamericanos en reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos indígenas y otras minorías oprimidas; finalmente, tras el recrudecimiento de la crisis económica mundial y el desgaste de los “gobiernos progresistas” en Latinoamérica debido al impacto económico así como a los conflictos internos con sectores del movimiento social, se da un proceso de repliegue y reorganización de la movilización indígena en el que, empero, surgen diversos procesos locales de lucha, con un carácter defensivo ante las políticas neoextractivistas y los proyectos de despojo proseguidos por los distintos gobiernos (tanto desde la derecha neoliberal como desde la izquierda reformista) en América Latina.

 

Como vimos en capítulos anteriores, el siglo XX abrió con una gran ola de procesos revolucionarios que se extendieron a lo largo y ancho de América Latina, en los que los sectores indígenas jugaron un rol muy relevante. Debido a ello, durante los regímenes posrevolucionarios y, posteriormente, durante el período de consolidación y desarrollo de los modernos Estados latinoamericanos, diversas fuerzas sociales de signos ideológicos distintos y hasta antagónicos (reformistas y revolucionarios, nacionalistas y panamericanistas, populistas y reaccionarios) buscaron ganarse el apoyo de los pueblos indígenas. A ello respondió que diversos regímenes posrevolucionarios implementaran reformas agrarias que restituyeron tierras a las comunidades indígenas e impulsaron políticas de corte indigenista con lo cual buscaron integrar social y culturalmente a la población indígena dentro de las sociedades latinoamericanas (mayoritariamente mestizas) pero que, también, significaron mecanismos de control político-ideológico hacia los pueblos indios.

 

Más tarde, los países latinoamericanos experimentaron un gran proceso de desarrollo que promovió la industrialización de sus economías y la urbanización de sus sociedades conforme la modernización del campo implicó el freno paulatino del reparto agrario, el desplazamiento del cultivo de autoconsumo por la producción intensiva-comercial en el agro y la transformación de las comunidades indígenas y campesinas en expulsoras de mano de obra que migró masivamente hacia las ciudades o zonas comerciales (e, incluso, a Norteamérica) para convertirse en trabajadores de la industria, el sector servicios o el comercio informal, constituyendo un porcentaje significativo de los sectores pobres que habitan las periferias marginadas en las grandes urbes y zonas turísticas. En esos años, tuvieron gran auge las ligas y sindicatos campesinos, las federaciones de productores agrícolas así como diversos referentes de organización indígena integrados de alguna manera a los aparatos corporativos de los regímenes políticos (civiles o militares) latinoamericanos.

 

Conforme se agotó el modelo económico desarrollista en Latinoamérica, las conquistas sociales ganadas durante el período se fueron desmantelando (entre ellas, la distribución de tierras) lo cual trajo consigo el desmejoramiento en las condiciones de vida de las amplias masas populares del campo y la ciudad; lo anterior, provocó el ascenso de un gran ciclo de protesta social y radicalización política entre diversos sectores populares, de trabajadores y clases medias, que tuvo su mayor expresión en los procesos de insurgencia armada (tanto rural como urbana) que se extendieron por todo el continente. Dentro de los mismos, los pueblos indígenas tuvieron una participación fundamental, sobre todo en las guerrillas rurales; sin embargo, en varios casos, aunque los indígenas constituyeron el contingente mayoritario en la base social de dichos movimientos, no obstante, sus liderazgos permanecieron subordinados a las direcciones mestizas y, sus demandas, difuminadas en los programas de las organizaciones revolucionarias. Ejemplos de ello fueron el PDLP y la ACNR en México, el FSLN en Nicaragua, Sendero Luminoso en Perú, la URNG en Guatemala, las FARC en Colombia y diversos movimientos guerrilleros en el centro y sur de América que, a partir de la década de los 90´s, fueron definitivamente desarticulados por vía represiva o incorporados al sistema político-institucional a través de acuerdos de paz.

 

A pesar de que los movimientos guerrilleros en América Latina -que habían permitido el resurgimiento de la movilización indígena, de la mano con los procesos de radicalización política e insurgencia social prevalecientes entre finales de los años 70´s y principios de los 80´s- declinaron paulatinamente en el período entre siglos, sin embargo,  dejaron una estela organizativa perdurable entre los pueblos indios que, a partir de una balance crítico efectuado por ellos mismos, abrió paso a una nueva vertiente político-ideológica dentro del movimiento indígena, que se fue constituyendo de manera paralela a la rearticulación y recomposición de las luchas indígenas lo cual llevó, desde finales de la década de los 80´s y principios de los años 90´s, a que se originara una serie de grandes movilizaciones –sincronizadas a escala continental- en el año de 1992, en el marco de la conmemoración por los 500 años de Resistencia Indígena, Negra y Popular en América.

 

Dentro de ese ciclo podemos enumerar las luchas del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) en Colombia; los procesos de resistencia de los mayas contra los proyectos neoextractivistas en Guatemala así como de los mapuches y otras etnias en defensa de sus recursos y territorios en Chile; el movimiento katarista y las movilizaciones de los pueblos aymaras y kichwas en Bolivia; las masivas protestas de la Federación Shuar y de la Coordinadora Nacional Indígena (CONAIE) en Ecuador; el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México, entre otras. Este ciclo de movilización indígena presenta la característica de que, si bien sustenta demandas tradicionales como la restitución de tierras comunales, asimismo, vuelve a plantear en primer plano las reivindicaciones de corte étnico como el respeto de sus usos y costumbres, el autogobierno y autonomía de las comunidades, la preservación de sus lenguas y tradiciones e, inclusive, busca posicionar este tipo plataformas en la agenda pública de los distintos Estados nacionales por vía de la movilización social combinada con la negociación institucional entre los pueblos y las autoridades gubernamentales. A ese respecto resaltan dos casos ejemplares en cuanto a los métodos que implementaron y los resultados que obtuvieron cada uno.

 

De una parte, las comunidades kichwas ecuatorianas que desde los años 80 efectuaron diversas luchas agrarias en defensa de sus tierras comunales y que, hacia los 90´s, lograron construir una plataforma de lucha por derechos agrarios, sociales y políticos que impulsaron a través de la ocupación masiva de ciudades, el bloqueo de carreteras, la toma de iglesias entre otras formas de manifestación social y política, llegando a presentar iniciativas de reforma constitucional para el reconocimiento de Ecuador como un Estado plurinacional y multiétnico, logrando ciertos avances a través de un proceso de Asamblea Constituyente  realizado en 1998.

 

Por otra parte, las comunidades indígenas zapatistas de Chiapas en México que protagonizaron un levantamiento armado en 1994 el cual fue duramente reprimido por el Ejército mexicano, tras lo cual se abrió un proceso de negociaciones que resultaron en los Acuerdos de San Andrés Larrainzar, donde el gobierno se comprometió a reconocer constitucionalmente a los pueblos indígenas, ampliar su participación y representación política, garantizar su pleno acceso a justicia, educación así como la satisfacción de sus necesidades básicas, promover sus manifestaciones culturales, impulsar su producción y empleo así como proteger a los indígenas migrantes; sin embargo, estos acuerdos fueron ignorados por los congresistas quienes aprobaron la Ley Cocopa, misma que si bien reconoció formalmente los derechos indígenas, dejó fuera sus demandas históricas por lo que las comunidades zapatistas decidieron conformar sus municipios autónomos en los cuales distribuyeron tierras, formaron cooperativas de producción y gestionaron sus propios servicios de educación, salud y justicia, ejerciendo en los hechos su autonomía y defendiendo con las armas sus formas de autogobierno.

 

La fuerza y visibilidad mediática a escala global que llegaron a tener estos procesos los colocó en una posición de gran relevancia en las agendas no solo de los Estados latinoamericanos sino, también, de los organismos internacionales quienes dispusieron nuevas reglamentaciones que tomaron como base el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de la OIT que ratificó y amplió anteriores disposiciones pero ahora impregnadas con un nuevo discurso que retomaría conceptos provenientes de las cosmovisiones indígenas pero para adecuarlos a la ideología de la Globalización, promoviendo un multiculturalismo neoliberal que reconoce formalmente los derechos indígenas pero niega toda transformación de fondo de sus condiciones materiales de existencia y que, en los hechos, solo ha resultado en un mayor intervencionismo y control hacia las comunidades por parte de los Estados nacionales y otras instituciones supranacionales.

 

Sin embargo, a contracorriente del proyecto multiculturalista hegemónico, diversos pueblos se han amparado en dichos marcos normativos para emprender procesos de autoorganización como las rondas campesinas, las policías comunitarias, ciudadanas u otros tipos de autodefensa popular y el establecimiento de sistemas de seguridad y justicia comunitarios basados en usos y costumbres (que buscan la reeducación y readaptación); igualmente, se han constituido experiencias de autogobierno que han logrado establecer procesos autonómicos en los que se ha expulsado a los partidos políticos tradicionales y se han desconocido (o tomado) las instituciones gubernamentales, siendo la comunidad la que decide a través de organismos asamblearios sobre sus problemas colectivos y gestiona a través de sus propias autoridades (de elección directa, rotativa y revocable) los recursos y servicios en función del bien común.

 

No obstante, es necesario ver las limitantes y alcances estratégicos de estas experiencias de autoorganización de los pueblos indígenas pues a pesar de que en muchas ocasiones estos procesos sostienen una resistencia de tipo reactivo y defensivo, concentrándose en zonas de influencia muy localizadas que los lleva a sufrir un progresivo desgaste debido al hostigamiento represivo constante así como a los intentos de división y cooptación por parte del Estado, sin embargo, no solo han permanecido sino que han logrado expandirse en diversas regiones y han constituido procesos de autoorganización de las comunidades que representan gérmenes de doble poder debido al armamento del pueblo así como al establecimiento de sus propias instituciones de justicia y de autoridad –en la forma de autogobiernos- que pueden jugar un rol bastante importante si se articulan con procesos de movilización e insurgencia popular más amplios.

 

Justamente, los fenómenos de organización comunitaria y procesos de lucha emprendidos por los pueblos indígenas durante la década de los años 90´s, dieron inicio a un nuevo ciclo de movilizaciones que fueron el resultado de procesos de articulación entre distintos referentes organizativos indígenas con presencia a nivel nacional, continental e incluso internacional, así como con otros sectores populares y de trabajadores urbanos y rurales, abriendo paso a manifestaciones indígenas que asumirían nuevas formas y contenidos, convergiendo con procesos de movilización más amplios y profundos. Al respecto, los ejemplos de Venezuela, Ecuador y Bolivia, son emblemáticos.

 

En el primer caso, la crisis del régimen venezolano desatada por El caracazo llevó, tras un intento fallido de golpe militar, a la conformación de un movimiento popular encabezado por Hugo Chávez, quien logró llegar al poder a través de elecciones en 1998, aprobándose un año después una reforma y referendo que permitieron la integración de representantes indígenas en la Asamblea Constituyente la cual reformuló la Constitución venezolana incorporando ciertos derechos indígenas y reconociendo su participación política en los consejos municipales. En el caso ecuatoriano, las movilizaciones predominantemente indígenas de los años 80´s-90´s prosiguieron a inicios del siglo XXI incorporando a otros sectores, dando como resultado la destitución del presidente en 2000 y abriendo una crisis política que cerró hasta 2006 con la revolución ciudadana que llevó a Rafael Correa al poder quien, para frenar la presión de las masas, convocó una Asamblea Constituyente que tuvo lugar en 2008 la cual promulgó una nueva Constitución en la que se declaró a Ecuador como un Estado plurinacional e intercultural, reconociéndose los principios ético-políticos del buen vivir (sumak kawsay) así como los derechos de la madre tierra (pacha mama).

 

Finalmente, el proceso más acabado en ese sentido lo constituyó el caso boliviano que inició con las guerras del agua (2000) y del gas (2003) en las que participaron de manera masiva las comunidades aymaras y kichwas, ligadas a los campesinos regantes, a los mineros y demás sectores populares, quienes emprendieron bloqueos de caminos, cercos a ciudades, barricadas y enfrentamientos callejeros, culminando con grandes insurrecciones populares que derrocaron a la oligarquía neoliberal y permitieron la llegada al poder de Evo Morales (primer presidente indígena) por vía electoral en 2006, a través del mecanismo de Asamblea Constituyente con el cual se contuvo y desvió institucionalmente el proceso revolucionario en marcha, incorporando la participación de diversos sectores (principalmente a líderes de las organizaciones indígenas) conforme a lo cual se elaboró una nueva Constitución donde se declaró a Bolivia como Estado plurinacional e intercultural, reconociendo formalmente el pluralismo jurídico-político y lingüístico-cultural de su sociedad así como los derechos de libre determinación, autonomía y autogobierno de los pueblos indígenas.

 

Estos procesos han tenido sus claroscuros pues, por una parte, se aprobaron leyes y reformas que dieron reconocimiento a los derechos indígenas, llegando a reconstituir los Estados en un sentido multiétnico así como a permitir una mayor participación y representación política de los pueblos indígenas; sin embargo, por otra parte, las ligeras mejoras en las condiciones de vida que se promovieron durante estos gobiernos no fueron perdurables sino que dependieron del ciclo económico favorable en la región a inicios de siglo pero que, tras la crisis mundial de 2008 y su impacto en los precios de las materias primas así como en la desaceleración de las economías latinoamericanas, derivó en la imposibilidad de sostener los programas sociales aplicados –de forma corporativa y clientelar- por estos gobiernos, lo cual estuvo acompañado por la prosecución de modelos de desarrollo cimentados en el monocultivo y el extractivismo (sobreexplotación de reservas naturales) así como en las inversiones extranjeras, lo cual dejó sus economías en gran vulnerabilidad ante los desequilibrios externos así como a merced de los megaproyectos (energéticos, acuíferos, turísticos y de infraestructura) de las corporaciones trasnacionales; los cuales, a pesar del discurso posneoliberal y multicultural de estos gobiernos, continuaron implementando a costa del despojo, desplazamiento y represión de las comunidades indígenas.

 

Ejemplos de lo anterior los hemos podido ver con la implementación de proyectos petroleros en la zona del Orinoco en Venezuela, los cuales afectan a las comunidades indígenas que habitan esa región; en las medidas represivas que el Estado ecuatoriano ha ejecutado en contra de la CONAIE y otras organizaciones indígenas que se han mantenido en la resistencia de sus territorios y, finalmente, en la represión militar del gobierno boliviano a la grandes movilizaciones de protesta encabezadas por las comunidades kichwas contra la construcción de la carretera que atravesaría el Territorio Indígena Parque Nacional Isidoro Sécure (TIPNIS), violando su derecho a la consulta y consentimiento informado. Todo ello ha llevado a una serie de tensiones y confrontaciones entre los nuevos Estados plurinacionales y las comunidades indígenas que contribuyeron enormemente a su conformación, lo cual ha provocado un creciente distanciamiento de sectores populares e indígenas con respecto a los regímenes “progresistas” que las mismas movilizaciones indígenas y populares llevaron al poder, pero que ahora las reprimen y permiten su saqueo.

 

En la actualidad podemos presenciar un proceso de reorganización de las luchas indígenas, las cuales se han replegado a procesos de rearticulación y resistencia contra los mecanismos de acumulación por desposesión que caracterizan la actual fase del desarrollo capitalista a través de megaproyectos trasnacionales que provocan miseria, desplazamientos forzados y afectaciones ambientales incuantificables; los cuales vienen acompañados por los fenómenos de paramilitarismo y militarización enmarcadas en las estrategias de seguridad pública de los Estados nacionales con los cuales buscan criminalizar y reprimir la movilización de las comunidades indígenas y demás sectores populares en contra de las reformas estructurales y medidas antipopulares de los gobiernos neoliberales.

 

En contraparte, este período ha permitido un amplio y renovado proceso de reflexión y debate entre los pueblos y demás sectores en resistencia que han comenzado a hacer balance de su propia experiencia de lucha, así como desde la academia y sectores de la izquierda quienes han comenzado a teorizar acerca del papel que han jugado los indígenas en los recientes procesos de insurgencia social ocurridos en Latinoamérica y sobre los aportes en términos conceptuales, organizativos y estratégicos que pueden extraerse de esta rica experiencia para la construcción de un programa político revolucionario por la emancipación del conjunto de las clases explotadas y oprimidas así como de los pueblos indígenas y minorías oprimidas en América Latina y en el mundo entero.

 

 

 

6. Resumen: el papel de los pueblos indígenas en la historia de América Latina

 

 

 

La explotación y opresión de los pueblos indígenas en América no inició con la conquista y colonización europea sino que, desde el período precolombino, ya existían esos fenómenos como consecuencia del desarrollo inherente de las comunidades agrarias, que fomentó la producción de un excedente económico y una diferenciación social interna que hicieron emerger una nobleza de linaje que se erigió por encima de los demás sectores indígenas, monopolizando paulatinamente las mejores tierras así como los cargos de poder político, militar y religioso, lo que les permitió constituir imperios que avasallaron no solo a los habitantes de sus demarcaciones sino a otros pueblos. Entonces, en el origen de la explotación y opresión de los pueblos indígenas se haya el surgimiento de la propiedad privada (bajo la forma de propiedad eminente del Tlatoani o Inca y la apropiación de tierras y recursos por la casta burocrática-militar-sacerdotal) y el nacimiento de aparatos estatales (bajo la forma de imperios despótico-tributarios con nobleza, burocracia y ejército).

 

Bajo su acepción moderna, la cuestión étnica nace con el choque civilizatorio provocado por el descubrimiento de América y la dominación de los pueblos autóctonos por las potencias coloniales europeas, las cuales refuncionalizaron los mecanismos de explotación de los antiguos imperios (apropiación de excedente mediante tributos en especie o trabajo forzado) diversificándolos con nuevas actividades e instituciones económicas (repartimiento, encomienda, obrajes, etc.) pero, además, los colonizadores ejercieron nuevas formas de opresión (racial, religiosa, política y cultural) sobre la población indígena combinando un paternalismo proteccionista con disposiciones para preservar como fuentes de mano de obra a las comunidades, que mantenían controladas por vía de su hacinamiento y excluidas a través de un sistema segregativo de castas.

 

Los pueblos indígenas protagonizaron (junto con otras castas explotadas y oprimidas: esclavos negros, mulatos y mestizos) diversas formas de resistencia contra la conquista y colonización, desde el uso de vías legales provistas por disposiciones reales hasta violentos motines y alzamientos espontáneos contra los castigos y vejaciones a que eran sujetos, emprendiendo movilizaciones locales por demandas inmediatas por mejorar sus condiciones de vida y defender sus tierras, pasando a la conformación de autogobiernos así como de rebeliones militares bien organizadas y coordinadas con otros sectores sociales en las que impulsaron sus propias demandas por recuperar sus territorios originales, sus tradiciones y modos de vida ancestrales, llegando a articularse con las gestas criollas y mestizas independentistas contra la dominación colonial.

 

La independencia de América, si bien implicó la abolición de la esclavitud y del sistema de castas con el consiguiente reconocimiento de la igualdad jurídica de los indígenas y demás sectores sociales, empero, no significó el mejoramiento de sus condiciones de vida sino, al contrario, representó una desprotección legal de facto que favoreció la aceleración del proceso de despojo de las comunidades por parte de las nacientes oligarquías criollas que resultaron beneficiadas con la victoria contra el coloniaje europeo, convirtiéndose en las nuevas clases dominantes que impulsaron una segunda ola de colonialismo interno (articulado subordinadamente al neocolonialismo externo), justificado a nivel ideológico bajo los principios del liberalismo positivista, a partir de los cuales se aplicaron políticas sistemáticas de blanqueamiento racial y mestizaje.

 

Tras la independencia y con el impulso de las reformas liberales, el problema de la tierra se convirtió para los pueblos indígenas-campesinos en el eje central de lucha en contra de los hacendados latifundistas, el alto clero representante de la Iglesia (institución que era el más grande terrateniente, usurero y prestamista de la época) y la oligarquía aristocrática gobernante que lideró las Repúblicas latinoamericanas con base en el despojo y la explotación de la población indígena, la cual se vio convertida paulatinamente en peones acasillados, endeudados en las grandes haciendas latifundistas, o, en campesinos pobres sometidos a diversas formas de servidumbre y coacción (enganche, usura, caciquismo, etc.).

 

La extrema concentración y acaparamiento de tierras en unas pocas manos y la miseria que ello provocó en la mayoría de la población, generó estallidos sociales que desembocaron en revoluciones campesinas y populares en las que los pueblos indígenas se unieron a diversos sectores del campo y la ciudad para derrocar a los regímenes oligárquicos, dando paso a la consolidación de los modernos Estados nacionales bajo la hegemonía de las nacientes clases medias mestizas (urbanas y rurales) que se constituyeron como las nuevas clases dominantes.

 

Los regímenes posrevolucionarios restituyeron gran parte de las tierras a los pueblos indígenas e impulsaron su integración a través de políticas indigenistas encaminadas a incorporar a la población indígena como vía de lograr la unidad nacional y el desarrollo económico, pero bajo los patrones culturales de la sociedad mestiza; además, la reforma agraria conllevó el control corporativo de las comunidades indígenas-campesinas mientras que la modernización económica (capitalización del campo e industrialización) propició una migración masiva a las ciudades, conllevando la urbanización de las sociedades latinoamericanas y trayendo consigo la proletarización y desindianización de grandes sectores de la población originaria (convertidos en obreros, empleados de servicios, trabajadores informales y pobres de zonas urbanas y turísticas) debido a la desarticulación de sus comunidades y a los procesos de aculturación implementados por los Estados nacionales.

 

El posterior agotamiento del modelo económico desarrollista y la crisis económica que sacudió a todo el orbe occidental, causaron el desmejoramiento de las condiciones de vida de diversos sectores sociales, entre ellos, de las masas indígenas que, con el freno de la reforma agraria y la modernización del campo, sufrieron una nueva ola de despojo; lo anterior, desencadenó una gran efervescencia social que produjo un proceso de radicalización de amplios sectores obreros, campesinos, populares y de clases medias que lucharon contra los regímenes autoritarios prevalecientes durante aquel período. Los indígenas formaron parte activa de estos procesos de movilización llegando a organizarse en ligas campesinas, sindicatos agrícolas, partidos políticos de izquierda e, incluso, movimientos armados que se extendieron en gran parte de la región.

 

La derrota de la mayoría de estos procesos abrió un ciclo contrarrevolucionario en América Latina el cual dio pie a la instalación de regímenes dictatoriales que emprendieron una guerra a nivel continental contra las organizaciones y movimientos disidentes y, conforme se agudizó la crisis económica en la región, implementaron una serie de políticas de ajuste estructural para desmantelar las conquistas históricas de los trabajadores y las masas populares. Así, se estructuró un modelo de acumulación de corte neoliberal que desmanteló los Estados desarrollistas por vía de la privatización de empresas y servicios públicos así como de la apertura comercial en los marcos de la internacionalización del capital a escala global. Ello, vino aparejado de un proceso de liberalización política controlada desde el Estado que, por un lado, permitió la transición (pactada entre militares y partidos civiles a cambio de impunidad) de regímenes militares hacia democracias constitucionales y, por otro, propició la sustitución de las políticas contrainsurgentes por estrategias de seguridad cimentadas en la militarización velada de las sociedades latinoamericanas.

 

En el contexto de la globalización neoliberal, diversos organismos internacionales firmaron convenios (ratificados por la mayoría de Estados latinoamericanos) en los que se reconocieron formalmente los derechos colectivos de los pueblos indígenas, bajo un nuevo discurso ideológico basado en la diversidad cultural y en la gobernabilidad democrática; si bien estas disposiciones han retomado discursivamente algunos conceptos y demandas de los pueblos indígenas, sin embargo, han propiciado la institucionalización del conflicto étnico a través de la cooptación de liderazgos indígenas por vía de concesiones socioeconómicas y reformas jurídico-políticas que han permitido cierta participación y representación de los pueblos en instancias locales pero, a costa de una mayor injerencia y control sobre sus comunidades por vía de ONG´s y programas sociales de uso clientelar-electoral. De igual forma, dichas disposiciones no han frenado sino, al contrario, en muchos casos han sido utilizadas por los gobiernos latinoamericanos para legitimar políticas neoextractivistas, que han auspiciado el despojo y represión contra los pueblos indígenas.

 

Ejemplos expresivos son los procesos de movilización (en los que la participación indígena fue clave) que llevaron al poder a gobiernos de corte reformista-populista en países como Ecuador, Bolivia, Brasil, Venezuela, entre otros, los cuales han integrado en su agenda parte de las reivindicaciones indígenas e, inclusive, han modificado las Constituciones de sus Estados en un sentido multiculturalista y plurinacional abriendo la puerta a la participación de dirigentes de organizaciones indígenas y populares en las instituciones gubernamentales, desde donde se han impulsado reformas y programas de carácter étnico-comunitario. Sin embargo, a pesar de que la presión de la movilización indígena y popular obligó a los gobiernos de izquierda reformista a asumir en sus agendas y discursos ciertas demandas y conceptos de los movimientos sociales traducidos al marco político-ideológico de la democracia burguesa, no obstante, una vez consolidados en el poder y bajo la presión de los intereses oligárquicos (nacionales y extranjeros) así como de los efectos de la crisis económica, estos regímenes “progresistas” se quitaron su careta pos-neoliberal, de-colonial y multicultural, se olvidaron de sus compromisos con los movimientos indígenas y populares que los llevaron al poder e implementaron, con métodos fuertemente represivos, los puntos más agresivos de la agenda neoliberal, aplicando políticas neoextractivistas y proyectos de despojo a los pueblos indígenas.

 

En este último período, a partir de las manifestaciones por los 500 años de resistencia, se abrió un nuevo ciclo de luchas indígenas a través de las cuales se han recompuesto sus comunidades y revitalizado sus identidades, valores y cosmovisiones, poniendo en primer plano reivindicaciones de carácter étnico. Todo ello ha sentado las bases para que en el siglo XXI, los pueblos indígenas hayan sido partícipes de diversos procesos de organización y movilización en defensa de sus territorios, por el reconocimiento de sus derechos y el respeto a sus formas de vida, por preservar sus tradiciones y conformar gobiernos autonómicos cimentados en sus propias instituciones, etc. Todo ello, en combinación con la resistencia a los megaproyectos capitalistas, al paramilitarismo y la represión estatal, a la violencia del crimen organizado así como a todos los mecanismos legales y extralegales con que el Estado capitalista busca desplazarlos de sus territorios, que constituyen el sustento para la reproducción de su existencia como comunidades; igualmente, se han articulado entre sí y con otros sectores populares para oponerse a las políticas de ajuste y medidas de despojo aplicadas por regímenes tanto neoliberales como reformistas.

 

Conforme al bosquejo dibujado en las líneas anteriores, podemos ver el gran papel – a veces contradictorio- que han jugado y el peso social, económico, político y cultural que han detentado los pueblos indígenas a lo largo de la historia de Latinoamérica. A pesar del exterminio masivo que implicó la conquista y colonización, durante los siglos que duró la Colonia y todavía hasta la consolidación de las Repúblicas independientes, los indígenas constituyeron el sector mayoritario de la fuerza de trabajo que sostuvo no solo la economía del continente sino el mismo proceso de acumulación originaria del capitalismo europeo y a nivel mundial. Asimismo, los pueblos indígenas, en alianza con otros sectores oprimidos y explotados, conformaron el contingente mayoritario de los ejércitos que conquistaron la emancipación americana y que lucharon posteriormente en los procesos políticos más importantes de la región: contra las ocupaciones militares de las nacientes potencias imperialistas y en las revoluciones liberales del siglo XIX y, después, en las revoluciones sociales que llevaron a la constitución de los modernos Estados nacionales así como en los movimientos populares que se opusieron a los regímenes dictatoriales en el continente, durante el siglo XX.

 

En la actualidad, si bien la modernización económica y los procesos de mestizaje y aculturación han disminuido el peso relativo de la población indígena en las sociedades latinoamericanas, no obstante, los pueblos indígenas siguen reteniendo una posición clave ante los intereses y proyectos de la burguesía internacional (tanto legal como ilegal), debido a que sus territorios resguardan recursos naturales estratégicos para la acumulación de ganancias a escala planetaria por las corporaciones trasnacionales. Debido a ello, la resistencia indígena en contra del despojo y las políticas neoextractivistas juegan un rol de primera importancia en la actual fase capitalista cimentada en la lógica de acumulación por desposesión; por ende, toda lucha revolucionaria debe de contemplar y promover la participación de los pueblos indígenas, apoyar sus demandas inmediatas de carácter no solo étnico sino también económico, social y político pero, sobre todo, impulsar sus formas de organización y movilización así como su articulación con las luchas de los trabajadores y otros sectores populares del campo y la ciudad, bajo una estrategia común por constituir un partido internacional basado en un programa revolucionario para derrocar a los Estados capitalistas nacionales, expulsar a las potencias imperialistas, expropiar a las grandes trasnacionales y llevar a cabo la revolución socialista a escala mundial.

 

 

 

NOTA:

 

[1] Por razones de tiempo y espacio, se tomará como referencia principal el caso de México y de manera tangencial a otros países del continente (tanto en el cono sur, la región andina, Centroamérica y el Caribe e, incluso, Norteamérica) como casos representativos sin pretender agotar la inmensa gama de procesos en cada región.